Un Gobierno de cortas luces, pero a qué precio

Fuente:El Mundo

Cierta vez le preguntaron a Einstein cuál era su profesión y el gran físico ironizó: «Modelo masculino». Bromeaba así sobre la desaforada atención que, a su juicio, le prestaban los fotógrafos. A una personalidad tan esquiva a las cámaras y renuente a cualquier «presuntuosidad modernista», el jefe del Gobierno israelí David Ben Gurion le propuso en 1952, al fallecer el primer jefe del Estado, el químico Jaim Weizmann, que asumiera tal dignidad. Empero, el padre de la teoría de la relatividad declinó el honor que le sirvió en bandeja diplomática el embajador hebreo en Washington, comisionado al efecto. «Conozco algo sobre la Naturaleza, pero prácticamente nada sobre los hombres», se justificó el alemán nacionalizado estadounidense.

Como Pedro Sánchez tiene tan alto concepto de sí mismo, seguro que no se toma la licencia de hacer gracietas en torno a su augusta persona como Einstein. Pero hay ciudadanos que, dado su gusto por la pasarela y por escurrir el bulto de aquello que le pueda salpicar el traje recién traído del sastre, opinan que, por encima de presidente, es un «modelo masculino». Como se burlaba de sí mismo aquel sabio que, con estrella propia como para iluminar el firmamento, no precisaba focos ajenos sobre los que revolotear cual mariposa de luz.

Sánchez goza exhibiéndose como un maniquí

No en vano, en el escaparate de la política, Sánchez goza exhibiéndose como un maniquí -tan estirado que pareciera haberse tragado un galán de alcoba- tras la mampara de cristal o de plasma televisivo. Sin mayor contacto público que el que le prodigan en sus besamanos los jefes del Ibex y los militantes socialistas. Unos, en actitud de recibir fondos europeos post covid y benevolencia en el BOE, y otros, en posición de merecer alguna bicoca. Como consigna el sirviente Crispín a su señor en Los intereses creados de Benavente, «para salir adelante con todo, mejor que crear afectos es crear intereses».

Pese a ponerse a cubierto, los problemas no dejan de multiplicarse y caldean a una ciudadanía que, tratando de sacar la cabeza de las secuelas sanitarias y económicas del covid, ve como el coste de la vida se dispara con el precio de la luz a la cabeza de Europa. Ello desata una inflación económica que, en consonancia con una inflación de cargos innecesarios y de su cohorte de enchufados con clara infracción de la legalidad, puede meter a España en una espiral de precios que desarbole su economía y genere unas consecuencias reconocibles en países que, pretextando avivar la caldera, han debido hacerlo con billetes depreciados y adquirentes de bienes menguantes.

En ese brete, Sánchez idea un mundo paralelo bajo la directriz de «le venderíamos todo cuanto usted necesitara si no prefiriésemos que usted necesitara lo que queremos venderle». Como en La Caverna de José Saramago, con los centros comerciales como cavernas contemporáneas, en la que éste novela la alegoría de Platón en La República, donde los cautivos de la misma sólo conocen lo que acaece fuera por las sombras del mundo exterior que proyecta una hoguera en las paredes de su reclusión. 

En parangón con la metáfora del Nobel luso, a quien Sánchez homenajeó este verano en su casa-museo de Lanzarote, el presidente transfigura su acción de gobierno en un «inmenso caleidoscopio». Mediante la propaganda y una agenda alternativa que nublen la realidad, semeja un laberinto de espejos en el que nada es lo que parece y en el que lo que se avista al alcance de la mano se aleja a cada paso como tiene lugar con el horizonte con su falaz proximidad.

El gabinete que formó a inicios de julio se embarranca

No obstante, las ilusiones ópticas del caleidoscopio no son suficientes dado cómo le descalabra el bumerán que arrojó, como jefe de la oposición, contra Rajoy y cómo sus ocurrencias para edulcorar el presente, cuando no disfrazarlo, se desvanecen al instante como pompas de jabón. Al tiempo, el gabinete que formó a inicios de julio se embarranca en la bocana del puerto sin emprender su singladura debido a la carencia de timonel principal y de una hoja de ruta bien dispuesta.

Entre tanto, se observa un apreciable desconcierto en una tripulación en la que se amotinan sus socios de Podemos haciendo oposición desde el Ejecutivo que engrosan y olvidando que los acuerdos del Consejo de Ministros son solidarios. Para enredar más el revoltijo, la sustituta de Pablo Iglesias como vicepresidenta, la ministra de Trabajo, Yolanda Díaz, se desmarca de los suyos por hacer la guerra por su cuenta (incluida a ella, por lo que se ve). A su vez, la propia Díaz se proyecta personalmente como un verso libre que ronda las futuras listas electorales del PSOE. Como sus mayores del Partido Democrático de la Nueva Izquierda (PDNI) de los picos de oro Diego López Garrido y Cristina Almeida, tras fracturar IU montándole un parteaguas a Julio Anguita con la naturalidad con que el sanchismo asume ahora muchos postulados podemitas.

Si a ello se le suma cómo empiezan a pasarle factura sus arbitrariedades, su colonización de las instituciones y sus atropellos al Poder Judicial, así como la merma a la independencia de la Fiscalía General del Estado, lo que puede obligar a la ex ministra Dolores Delgado a dejar el cargo, si no se anticipa al fallo del Tribunal Supremo y dimite antes, como Eligio Hernández en 1994, cuando el Alto Tribunal se disponía a declarar ilegal la designación del Pollo del Pinar, su apodo en la lucha canaria, se entiende que todas las encuestas, salvo las del fiel Tezanos, den las elecciones por perdidas para Sánchez. En este trance, fía su resurrección a su metamorfosis como político de las 1.001 caras, así como al despliegue de sus peones en cada rincón del partido aprovechando las listas autonómicas y locales. Para este viaje, qué mejor viático que los fondos europeos que, sin embargo, pueden rebrotar la corrupción y revelarse la cohetería vana de los planes E de Zapatero para alargar su mandato.

Las fantasías de la factoría de La Moncloa se están mostrando «soluciones clarifinantes» -contracción de claras y finales- de las que hablaba el psicólogo austronorteamericano Paul Watzlawick y que consisten en aplicar remedios que, lejos de sanar, causan terribles hemorragias. En Lo malo de lo bueno, subraya la aberración de presuponer que, si algo es malo, su contrario ha de ser bueno, cuando el remedio puede ser peor. Como esa correlativa elevación del salario mínimo que contentará poco a los pocos y dañará mucho a los muchos, al igual que vincular las pensiones a los precios al consumo, dificultando lo uno la creación de empleo y agravando lo otro las cuentas públicas. Se ceba así una inflación que, como impuesto a los pobres, perjudica a los más débiles. Como «el señor don Juan de Robles, / de caridad, sin igual, / fundó este Santo Hospital / pero antes hizo a los pobres».

Pero es que Sánchez es su peor fiscal. Si como jefe de la oposición arremetía contra Rajoy en 2015 por subir un 13% de la electricidad y le acusaba de salirle «muy caro a los españoles», ahora, con una luz imparable (e impagable), habría que concluir, con su misma vara de medir, que él resulta prohibitivo, por más que rehúya el asunto y evite el Parlamento borrando del mapa la «pobreza energética» que denunciaba y que, con el tarifazo eléctrico, considera inexistente. Si «los precios que dependen de usted no han hecho más que subir», como le achacaba a Rajoy, hoy hay que echarles un galgo (y de los espabilados) para dar alcance a unos combustibles que pulverizan marcas.

Es verdad que Sánchez no solo recoge los frutos de su incompetencia y de su demagogia, sino de la estupidez suicida de un país que, deficitario en energía, asumió el chantaje de ETA. Tras los asesinatos en 1981 y 1982 de los ingenieros de la central nuclear de Lemóniz, José María Ryan y Ángel Pascual, así como otros trabajadores más, sin que sus autores hayan sido juzgados, González paralizó definitivamente en 1984 Lemóniz I y Lemóniz II, pero también Valdecaballeros I y II y Trillo I, pasando a comprarle esa energía a Francia. Para paliar esa dependencia, hubo de negociarse un acuerdo de suministro de gas argelino que, inevitablemente, está supeditado a las tensiones geopolíticas en el norte de África donde se asiste a fuertes desavenencias entre Marruecos y Argelia con ruptura diplomática incluida.

De cortas luces, si se quiere, pero a qué precio

Si se suman los derechos de emisión de CO2, sin la energía nuclear como Francia ni las centrales de carbón como Alemania, se entenderá que España esté a la cabeza de la tarifa… y de la estupidez, mientras posterga la energía hidroeléctrica por no querer más pantanos que los que legó Franco, dejando que los dioses Helios y Eolo, con el sol y el viento, acudan al rescate de unos consumidores que asumen un fuerte endoso tributario en el recibo y la deuda de la fiesta corrida con las renovables subvencionadas de Zapatero. Por eso, estos presumidos políticos, más que ser verdes, están verdes. Pero, lejos de madurar con el tiempo como la fruta, se pudrirán en el árbol sin caerse del guindo. De cortas luces, si se quiere, pero a qué precio.

En medio del quebranto y los que ella misma inflige desde que ejerce tareas públicas, sólo faltaba que la vicepresidenta y ministra para la Transición Ecológica, Teresa Ribera, con desaprensivo cinismo, apelara en el Congreso a la «empatía social» de las eléctricas para que fueran más miradas con el cliente. «Aunque suene a broma -proclamó-, la empatía social cotiza en Bolsa». A la vista de la nutrida asistencia de esas empresas al besamanos presidencial del miércoles, parece que éstas prefieren empatizar políticamente, pues cotiza en el presupuesto y en el reparto de dineros europeos. La letanía de la vicepresidenta suena a tomadura de pelo por quien emula, con peor gracia y gusto, al alcalde de Bienvenido, Mister Marshall. Como Pepe Isbert en la cinta de Berlanga, a Ribera sólo le faltó manifestar a los perplejos diputados: «Como ministra que soy os debo una explicación. Y esa explicación que os debo, os la voy a pagar».

Ante tales desvaríos, y dejando crecer los problemas a nivel de maleza, Sánchez adopta la parsimonia del primer ministro británico James Callaghan, quien duraría un trienio en el poder y perdería los comicios en 1979 con Margaret Thatcher. Luego de negar la recesión con una lapidaria frase que ha pasado a la historia: «Crisis, what crisis?». Aquella respuesta a un periodista al regreso de una cumbre del G-8 fue su epitafio.

Cuando Wilson le cedió los trastos, le había confiado tres sobres que debía abrir cuando se enfrentara a un entuerto. Así, cuando encontró dificultades para zafarse de la sombra de su antecesor, resolvió, entre la curiosidad y el recelo, despegar el primero. En él, leyó: «Échame la culpa de todo». Luego, cuando acuciaban malos pronósticos, echó mano del segundo memorándum. En esa cédula, Wilson le emplazaba a que, en caso de riesgo de supervivencia política, acometiera una profunda remodelación destituyendo, por más que le doliera, a su mano derecha. En efecto, Callaghan reamoldó su Consejo y apartó a su baluarte. A los pocos meses de su extenso reajuste, con el directorio abrasado y él apurado como nunca, buscó su salvavidas en la tercera carta, pero no fue el comodín que ansiaba. «Siéntate -le impelía- y ponte a escribir los tres sobres para quien haya de reemplazarte».

Al cabo de su trienio como primer ministro que desembocó en el invierno de descontento que colapsó Gran Bretaña, la BBC le pondría un pudoroso punto final: «Fue víctima de los acontecimientos, del tiempo y del destino». Con las diferencias ostensibles entre el uno y el otro, Sánchez y Callaghan se corresponden con esos políticos que, creyendo saberlo todo, pierden el sentido de la realidad tras el escaparate de maniquí o tras el enmoquetado ministerial. De todos modos, en su alegoría de la caverna, Platón previene de que, si él intentara liberar a aquellos confinados de la cueva de la falsedad y la ilusión en que se encuentran en su interior, ellos lo matarían si estuviera a su alcance. Al cabo, ¿cuándo se soportan mejor las injusticias de sus dirigentes que cuando se es incapaz de verlas?