Diario Médico 30/09/14
EDITORIAL
La retirada del proyecto de reforma legal del aborto, amparada en la búsqueda electoralista de un consenso imposible, deja la ley vigente en manos del Tribunal Constitucional, encargado como siempre de lidiar con los toros bravos que acobardan a los valientes políticos, y que puede entrar a matar tras los retoques que ha anunciado el Gobierno.
En asunto tan delicado y demagógico sorprende, en primer lugar, la apatía social. Casi todos reconocen que el aborto es una tragedia; para la madre, que sufre en silencio y carga con esa descarga según su sensibilidad, y para el nasciturus, aunque este último parece importar menos: es pequeño, no tiene derecho a voto y no se queja.
Muchas circunstancias y presiones socioeconómicas han conducido a esos casi 14 millones de abortos anuales en el mundo en 2013, unos 120.000 en España, que se mantiene en un término medio global de casi el 20 por ciento de embarazos abortados: entre el 50 por ciento de la fría Groenlandia y el 0,2 o menos de Polonia, Panamá y Palestina, según datos del Archive Robert Johnston.
Incluso en el ámbito científico y médico hay una desidia tremenda con respecto al comienzo de la vida: un asunto tan vital interesa menos que la búsqueda de vida extraterrestre, y encima, contra toda lógica científica, se enmarca en la categoría de lo opinable. De ahí las incongruencias entre el fantasmagórico preembrión, intocable a partir de los 14 días, nadie sabe muy bien por qué, y los volubles plazos del aborto libre: de las 24 semanas de Holanda y las 18 de Suecia a las 10 de Portugal, Eslovenia y Turquía, con 12 como límite más común, quizá para redondear un trimestre. Sin olvidar la esquizofrenia de una sociedad que declara su voluntad de integración del discapacitado, pero permite la eliminación del bebé aquejado de algún defecto genético, o la manipulación del lenguaje que lleva, por ejemplo, a invocar la “salud reproductiva” cuando en realidad se trata de evitar la reproducción sin que exista ningún problema de salud.
En el debate, como es sabido, se mezclan, y arrojan mutuamente, consideraciones demográficas, religiosas, sentimentales, científicas y nihilistas: si el niño, y su destino, es un derecho de la mujer estaría justificado el infanticidio por una anomalía no apreciada anteriormente o porque la madre no se siente con fuerzas para otro hijo, dicen los más atrevidos como el filósofo utilitarista Peter Singer. Todo esto evoca en cierto modo, por acostumbramiento e inhibición, esa banalidad del mal puesta de relieve por la filósofa Hannah Arendt. Al margen de plazos y supuestos, la discusión pública sobre el aborto es ineludible, pero se enfrenta, como sugiere el sociólogo Alejandro Navas, a falta de información y de honradez y al silencio de muchos que prefieren “la ignorancia, como si cerrar los ojos a una realidad desagradable fuera a eliminar sus efectos indeseables”.