La razón.Igual que Juan Pablo II, Joaquín Navarro Valls era una persona de gran corazón. Por eso se entendían tan bien, y por eso el primer verdadero «portavoz» de un Papa lograba ser tan eficaz.
Cuando la enfermedad de Parkinson paralizaba el rostro del Papa polaco, Navarro Valls le sorprendía a veces presentándose con una nariz roja de payaso y arrancándole una sonrisa que capturaba en su cámara fotográfica para distribuir a la prensa. Había aprendido a hacer buenas fotos durante su etapa de corresponsal de ABC en Roma, cuando cubría todo el Oriente Medio, y le sacaba partido.
Como buen médico psiquiatra sabía que a los enfermos le sienta bien una carcajada. Como buen portavoz, alimentaba los medios de comunicación con imágenes gratas de un Papa cada vez más enfermo.
Para facilitar la atención a su adorado Juan Pablo II, Joaquín dejaba circular mitos inocentes en torno a su propia persona. A las periodistas y lectoras italianas les encantaba saber que este portavoz español con aire de galán del cine había sido torero en su juventud. A otros lectores les parecía sensacional que «el doctor Navarro» disfrutase paseando con sus perros…
Ni había sido torero ni tenia perros, pero estaba dispuesto a comprarlos o a torear en el ruedo si eso ayudaba a difundir el mensaje del Papa.
En realidad no era nada fácil trabajar con Juan Pablo II, pues marcaba un ritmo muy exigente. Joaquín se dio cuenta aquella noche de 1984 en que el Papa le invitó a cenar en su calidad de presidente de la asociación de corresponsales extranjeros en Roma.
Le había convocado diciéndole que tenía interés en escuchar sus sugerencias para mejorar la comunicación del Vaticano. Con toda confianza, el corresponsal de ABC le dijo que el viejo sistema anquilosado necesitaba «una revolución».
Juan Pablo II le sorprendió invitándole a hacerla él mismo como portavoz. Era un trabajo imposible, y Joaquín pidió tiempo para pensárselo. El Papa le dijo que no había prisa: «Basta con que me responda mañana».
Así empezaban 22 años de ritmo frenético, de docenas de vueltas al mundo en viajes agotadores y de riesgos temerarios junto a un Papa que había sobrevivido con dificultad a su primer atentado y se exponía continuamente a otros.
Joaquín también arriesgaba, y a veces le salía mal. Como cuando en 1996 describió a los periodistas que volaban con el Papa un encuentro de Juan Pablo II con Rigoberta Menchú, previsto para poco antes del despegue de Guatemala pero que no tuvo lugar por una indisposición de la líder indígena premio Nobel de la Paz.
Se lanzó a contarlo porque sabía perfectamente lo que el Papa iba a decirle gracias a su contacto continuo con Juan Pablo II. Era una condición que había exigido para aceptar el cargo, y a Karol Wojtyla le pareció muy bien.
Enseguida se hicieron amigos, hasta el punto de compartir excursiones clandestinas para esquiar en las montañas cercanas a Roma. Nadie reconocía a Juan Pablo II vestido de esquiador con gorro y gafas de sol porque nadie podía imaginar remotamente que aquel señor mayor fuese el Papa.
También le acompañaba en las caminatas veraniegas en las cordilleras del norte de Italia, en las que Juan Pablo II, como buen montañero, hablaba poco. Uno de sus recuerdos más queridos era la intensísima oración del Papa, bastón en mano y vestido de anorak azul, con la cabeza apoyada en una cruz de madera que se encontraron en la montaña. Como aquella plegaria silenciosa duraba y duraba, Joaquín tomó unas fotos que no llegaría a entregar a la prensa pero que enseñaba como un tesoro a sus amigos.
Como médico, periodista y portavoz, sabía que no era ni posible ni conveniente la negativa a reconocer en público el Parkinson de Juan Pablo II. La alta burocracia vaticana no le permitía hacerlo, pues oficialmente los papas siempre estaban muy bien hasta que se anunciaba su fallecimiento. Ante el bloqueo, Navarro Valls aprovechó un viaje del Papa en 1996 para referirse a un «síndrome extrapiramidal» que no dejaba ya lugar a dudas.
El secretario de Estado estuvo a punto de intentar cesarle, pero no se atrevió. Como también tuvo que envainar su espada cuando echó al portavoz la culpa de un comunicado ofensivo para Israel.
Joaquín no estaba dispuesto a recibir reproches que merecían otros y por eso se las arregló para que un periodista italiano le preguntase sobre la redacción del texto divulgado en su nombre: «No lo sé. No me lo enseñaron», fue su respuesta.
Después de haber visto rezar a Juan Pablo II -e incluso hacer milagros en vida-, Navarro Valls sabía que sería muy pronto declarado santo. Como médico, aprovechaba las operaciones para recoger reliquias que después custodiaba el secretario del Papa, Stanislaw Dziwisz, ahora cardenal arzobispo emérito de Cracovia, con quien trabajaba muy a gusto en equipo.
Joaquín no fue torero en su juventud cartagenera pero sí un gran aficionado a la vela, pasión que le llevaba a hablar del mar y de navegación con otras personas que, por trabajar en Roma, habían aceptado el sacrificio de ser «marinero en tierra» como escribió un poeta gaditano que terminaría exilado en la Ciudad Eterna. Y que escribió en verso una oración de la estatua de bronce de San Pedro en su basílica: «Déjame bajar al río, volver a ser pescador, que es lo mío».
El deporte favorito de Joaquín Navarro Valls era el tenis, en la pista o en la televisión. Pero durante años, mientras pudo, compensaba su añoranza del mar navegando en piragua por el litoral romano. La canción favorita de Juan Pablo II recogía el mismo sentimiento: «En la arena he dejado mi barca…».