Continúo con el argumento desarrollado en algunas entradas anteriores, a partir de una pregunta inicial: ¿ha cambiado algo en el mundo de la economía y de las finanzas, que hace que los defectos morales de las personas, perfectamente conocidos y asumidos desde antiguo, tengan ahora mayor virulencia?
De la economía hemos hablado hasta ahora, con alguna breve referencia a las finanzas. Ahora estas ocuparán el núcleo de nuestra atención. Porque, como explica Paul H. Dembinski en Finance: Servant or Deceiver? (2009), en un momento determinado las finanzas adquieren la condición de una ciencia independiente.
La manera tradicional de explicar las finanzas empieza con la existencia de ahorradores, que gastan menos de lo que ingresan, e inversores, que desean gastar más de lo que ingresan. Lo lógico es que los fondos sobrantes de los primeros lleguen a los segundos. Y esto es lo que se consigue con el conjunto de mercados, agentes, instituciones y productos que constituyen el mundo de las finanzas.
En esa explicación, el rendimiento de las finanzas es una consecuencia del rendimiento de la economía real; en definitiva, es la rentabilidad de la inversión la que justifica la rentabilidad del ahorro (más la cobertura de gastos del sector financiero, incluidos sus beneficios). Pero en 1952 Harry Markowitz publicó un artículo titulado “Portfolio Selection” en el que planteaba la gestión de una cartera en términos de rendimiento y riesgo, sin referencia alguna a la economía real. El patrimonio adquiría vida propia; la teoría moderna de la cartera se debía ocupar de optimizar su rendimiento de acuerdo con el nivel de riesgo que el agente estaba dispuesto a asumir.
Esto es, sin duda, un gran paso adelante en la teoría de las finanzas. Para el propietario de una cartera, la optimización del rendimiento y la gestión del riesgo son cuestiones fundamentales. No hay nada que objetar en esto, desde el punto de vista ético… pero se inicia un cambio de enfoque que puede tener consecuencias importantes. La teoría de las finanzas se convierte en una teoría autónoma, que sigue los criterios de la economía, pero que pierde su relación con la economía real. Bueno, no tiene por qué perderla, pero, de hecho, la puede perder. Y acabará perdiéndola.
La realidad se reduce a dos variables: rendimiento y riesgo. Las consideraciones éticas hechas en entradas anteriores se difuminan aún más: no hay otros fines, no hay otras variables. Por supuesto, el operador financiero puede tener en cuenta esas otras variables, pero… puede también perderlas de vista. Y esto es lo que ocurrirá cada vez con más frecuencia. El capital se legitima como fuente indefinida de riqueza. Técnicamente es posible aumentar sin límite el rendimiento de ese capital. Un objetivo atractivo, ¿no?
Insisto en que esto no tiene por qué ser así siempre. Hay muchos agentes e instituciones que siguen teniendo una visión humana de las finanzas, que entienden sus límites morales y que tratan de actuar en consecuencia. Pero otros no piensan así. Y esto puede tener consecuencias importantes, de las que hablaremos otro día.
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