El sistema chino se mantiene, sin base ética

El XVIII Congreso del Partido Comunista Chino (PCCh), inaugurado el 8 de noviembre, no buscaba sorpresas en el relevo de los líderes del Partido y del Estado, renovados cada diez años. El régimen comunista ha extremado la habitual y cuidada puesta en escena de esta reunión de alto nivel, que debe servir para reafirmar que un poder absoluto rige China desde 1949, aunque la imagen de unidad en las filas de los dirigentes hace tiempo que se ha cuarteado.

Una habitual puesta en escena
La falta de transparencia es consustancial al sistema político chino. Sabemos quién es el sucesor de Hu Jintao, designado como líder máximo en 2002, pero sabemos muy poco acerca de sus intenciones o sus políticas. No sería exagerado calificar al sistema de “meritocracia”, en el que los altos cargos del Partido designan a sus sucesores. Si hace diez años la quinta generación de dirigentes designó a la sexta, ahora tocará que esta haga lo propio con la séptima. De ahí que las imágenes de estos días sean las esperadas, las de los miembros del Comité Permanente del Partido, encabezados por Xi Jinping, el nuevo secretario general y futuro presidente de China. Todos ellos desfilando con sus trajes oscuros y cortes de pelo similares, aplaudiéndose unos a otros durante horas de interminables discursos.

El sistema vende estabilidad frente a las turbulencias de la democracia occidental

Luego llegarán los comunicados, tan similares a los de anteriores reuniones, en los que no faltarán referencias a los avances en la construcción del proyecto político, social, económico y cultural socialista. Sin embargo, no podemos esperar una “desmaoización” formal, pues cualquier líder que se propusiera una ruptura drástica con el pasado, semejante a la que se hizo en la URSS con Stalin, debería valorar las consecuencias ante la opinión pública de la ruptura de la unidad del Partido.

Estabilidad y corrupción
En definitiva, el sistema vende estabilidad frente a las turbulencias de la democracia occidental, que carece de un proyecto estratégico a largo plazo. Quiere ser percibido por su pueblo como una autocracia ilustrada, aunque no deje de presentarse, frente a las críticas, como una democracia de características chinas. Además se puede percibir en el sistema político un nexo de continuidad con el legalismo, presente en China desde los primeros emperadores y que utilizaba la ley como instrumento político, pero que poco tiene que ver con la idea de una justicia independiente, tal y como se entiende en el mundo occidental.

Y quien está convencido de la superioridad de su modelo político, para nada necesita la transparencia. Lo único que preocupa a las altas esferas del Partido es el impacto de los comportamientos corruptos en su legitimidad. Hu Jintao, en su discurso inaugural, advirtió que la corrupción es una de las grandes amenazas que se ciernen sobre el futuro del Estado. Y es que sobre el XVIII Congreso del PCCh han planeado las sombras de la caída en desgracia y futuro proceso por corrupción y abuso de poder del dirigente conservador Bo Xilai.

Lo que preocupa a las altas esferas del Partido es el impacto de los comportamientos corruptos en su legitimidad

Tampoco los reformistas como el primer ministro Wen Jiabao se han librado de las acusaciones de tráfico de influencias, destapadas por el New York Times, que le atribuían una fortuna de 2.700 millones de dólares. La automática reacción de las autoridades fue bloquear en Internet el acceso a la web del periódico, si bien finalmente han anunciado una investigación, pues la opinión pública, cada vez en mayor auge y con sus justas quejas sobre el incremento de las desigualdades sociales, se muestra muy preocupada por las conductas escandalosas de los políticos.

Materialismo desencarnado
La explicación habitual sobre la situación interna en China se mide en parámetros económicos y sociales, pero se suele olvidar otro condicionante, la ética, o mejor dicho, la falta de ella. Y quien dice ética, dice además religión. Profundizar en estas cuestiones ha sido una tarea del profesor Liu Peng, miembro de la Academia de Ciencias Sociales, que señala que el talón de Aquiles del desarrollo chino, e incluso de las aspiraciones de su país a ser potencia mundial, es precisamente la falta de valores en la sociedad y en los gobernantes. Compara a China a una casa recubierta con polvo de oro, en la que solo importan las apariencias, y afirma que el auténtico desarrollo de China, que es también desarrollo humano, se hará solo a condición de redescubrir la espiritualidad.

Desacreditado el confucianismo por los intelectuales chinos del siglo XX, muy influidos por las ideologías occidentales, el maoísmo, que puede ser calificado de “nacional-comunismo”, se convirtió en la nueva religión con un icono, Mao Zedong, cuya imagen aún aparece en las monedas y los edificios públicos, y cuya tumba no ha dejado de ser un lugar de peregrinación. Pero el tremendo sufrimiento que supuso para los chinos la revolución cultural contribuyó al radical cambio de rumbo instaurado por Deng Xiaoping desde 1978.

Desde entonces se propagó un nuevo fervor basado en los intereses materiales a corto plazo. Aquel difundido eslogan de Deng, “Ser rico es glorioso”, terminaría por resultar devastador en una sociedad cansada de los rigores ideológicos maoístas. La nueva situación ahondó las diferencias entre ricos y pobres, lo que siempre es un factor fomentador de la corrupción en todos los estratos sociales.

El “ismo” que domina la China de hoy no es el maoísmo, sino un materialismo desencarnado

La pregunta decisiva del profesor Liu Peng es: ¿En qué creen los chinos? Hay quien no daría a esta cuestión demasiada importancia y solo se fijará en las estadísticas económicas, pero estas apenas pueden reflejar otras inquietudes del ser humano. Nadie puede negar el hundimiento devastador de la moral en la sociedad china, un hecho que se explica por la rápida destrucción de las creencias anteriores y que no han sido reemplazadas por otras, lo que acentúa el desequilibrio entre lo espiritual y lo material. El “ismo” que domina la China de hoy no es el maoísmo ni siquiera el confucianismo, tan valorado por unas autoridades que ahora quieren resaltar sus rasgos de respeto a la jerarquía y de rechazo del individualismo, sino un materialismo desencarnado.

El gran problema es que los valores predicados por los dirigentes comunistas tienden a convertirse en una cáscara vacía si las apariencias y el afán por enriquecerse dominan a buena parte de la sociedad. No obstante, el poder único no quiere ver cuestionado su monopolio y no cree que el aumento del número de personas religiosas, por mucho que estas observaran los necesarios comportamientos éticos, le pudiera favorecer. También Napoleón valoraba la importancia del cristianismo como factor de cohesión social, una vez finalizada la época de las persecuciones de la Revolución Francesa, aunque lógicamente quería instrumentalizar a la Iglesia. Los comunistas no son diferentes con su protección a la “Iglesia patriótica china” o con los cursos de reeducación obligatorios impuestos al clero católico. En el fondo, los gobernantes no saben resolver la gran cuadratura del círculo: ¿cómo compaginar unos ideales revolucionarios altruistas con un afán desordenado por enriquecerse?

Fuente:Aceprensa

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