Análisis digital.-Bueno, ya estamos viendo, frente a frente, la cara auténtica de la crisis: la corrupción. Pero no la corrupción del dinerillo que algunos se llevan a sus cuentas suizas, sino la corrupción moral, la que hace que se desvanezcan los escrúpulos de conciencia, la que cierra las puertas a la esperanza en la vida eterna y nos impide cumplir con la ley moral, la que llevamos inscrita en el alma. En otras palabras, lo que tantas veces ha dicho Benedicto XVI: cuando se pierde a Dios de vista, es el hombre el que se pierde a sí mismo… y pierde a los demás.
Lo que acaso llame más la atención de las corruptelas que no han dejado de salpicar a los principales partidos políticos, sin contar las sinecuras de que han gozado los miembros de los consejos de administración de bancos y cajas ahora nacionalizadas, no es el dinero que poco a poco aparece en los bolsillos de algunos desaprensivos sino que, de repente, la indignación se ha apoderado de los ciudadanos después de largos años de cómplices silencios.
En ese tiempo, en el que, según la célebre “reflexión” del que fuera ministro de Hacienda con Felipe González, Carlos Solchaga, España era el país donde más pronto se podía enriquecer uno, es decir el tiempo en el que disfrutábamos del maná europeo y del “gratis total”, todo el mundo callaba o disimulaba cuando el vecino se compraba un chalet, un yate o un supercoche. Se veía ya venir: poco a poco la corrupción se ha ido apoderando de buena parte de una sociedad a medida que descubría asombrada que el paraíso se podía construir en la tierra: fiestas, galas, viajes, lujos, discotecas, botellones, whisky a gogó, chicas y chicos fáciles… La vida era bella y el sexo más todavía, como dicen las clínicas urológicas ante el maná de la eyaculación precoz, sin tener en cuenta el “día después” en el que el sexo se convierte en muerte al llevar al matadero de las clínicas esterilizadas a millones de niños antes de que hayan podido nacer.
Divorcios meteóricos, abortos legales, adulterios por doquier, hijos sin padre ni madre, drogas, alcohol: ¡el paraíso! ¿Y nos asombramos hoy que haya trescientos políticos imputados en casos de corrupción? ¿Qué un tal Luis Bárcenas lo hayan pillado con el carrito de los euros bien guardados en Suiza? ¿Que la familia Pujol sea multimillonaria por arte de birlibirloque y que uno de los hijos tenga una colección de coches de lujo bien escondida a los ojos de los vecinos? ¿Que supuestamente algunos dirigentes del partido que hoy nos gobierna recibieran durante años ricos sobres de manila repletos de billetes de un tesorero sin escrúpulos? ¿Qué los socialistas andaluces emplearan el dinero del paro en Eres fraudulentos para llenar los bolsillos de sus amiguetes ideológicos? ¿Y qué me dicen de los que firmaban hipotecas sin posibilidad de pagar los plazos o de los que invertían en “preferentes” con la promesa de que recibirían unos intereses de ensueño?
¡Pero, vamos, hombre, a qué viene tanta indignación y tanta cara dura! Sin duda hay muchos honrados trabajadores y parados que podrían lanzar la primera piedra contra las adúlteros de turno: esos sí tienen motivos para estar indignados, aunque no son -¡oh paradoja!- los que hoy lapidan a los corruptos de turno; simplemente se abstendrán de votar en las próximas elecciones. Porque es lo que va a ocurrir como los partidos, los sindicatos, los banqueros, los magistrados de todos los tribunales que tardan años y años en examinar expedientes, los empresarios de “alta gama” y todo el que tenga una cuenta que rebase sus ingresos ganados honradamente, no recuperen la lucidez y se desnuden públicamente para mostrar sus miserias y arrepentirse.
Porque digámoslo sin rodeos: una ciénaga de corrupción anega el país que apesta más que las calle de Granada en estos días pasados. Esa es la cara real de la crisis que padecemos: la de la basura instalada en el poder. Y que no nos vengan ahora los hipócritas de turno a pedir que rueden cabezas cuando ellos mismos están hasta las cejas de podredumbre.
Es la hora de la virtud -de las virtudes-, de la honradez, de la sinceridad, de la limpieza de corazón, de la valentía, de la sencillez, de la lealtad, de la justicia, de la laboriosidad… Nuestro mundo, nuestra España, están urgentemente necesitados de personas cabales, ejemplares, sobrias y serenas, intransigentes con los vicios. ¡Caramba, amigos, es la hora de pensar si estamos cumpliendo con nuestro deber de ciudadanos y dejar de hablar, por favor, de la crisis económica!
Aquí la crisis que nos azota es la crisis de las virtudes humanas, las que figuran en el olvidado catecismo. Y mientras no nos demos cuenta de ello, ni democracia, ni federalismo, ni autonomías, ni recortes, ni déficit, ni primas de riesgo, ni puñetas, nos van a sacar del infierno que hemos construido entre todos.