“Conviene que muera un niño y no que todo este sistema inhumano se venga abajo, arruinando tantas carreras políticas”.
Hoy era el día elegido para la ejecución de Alfie Evans, el niño que las autoridades sanitarias británicas han decidido, contra la opinión de sus padres, que no merece el gasto en que se incurre manteniéndolo con vida.
El método es ‘humano’: la retirada del respirador combinada con la administración de dos fármacos para facilitar el tránsito, uno de los cuales deprimer la función respiratoria, es decir, le hace más difícil al pequeño respirar por su cuenta.
Benévola, la fría burocracia que nos gobierna permite a sus padres y dos allegados asistir a su agonía.
El hospital asegura que la rara condición del pequeño es incurable (algo que algunos especialistas disputan) y, si no va a curarse, no puede estar ahí, malgastando recursos públicos. Es, literalmente, una ‘Lebensunwertes Leben’, una vida indigna de ser vivida en la terminología nazi.
Es de un simbolismo estremecedor que tenga que morir el mismo día que nace el nuevo hijo de Guillermo, el heredero al trono británico, como en una versión desgarradora y sin final feliz de Príncipe y Mendigo.
Son muchos los que, estando vagamente de acuerdo con la atroz sentencia en general, se asombran de la aplicación en este caso. Porque los padres no solo están en contra de la decisión, sino dispuestos a llevar al niño a otro centro, incluso extranjero, y hay, de hecho, hospitales -como el Bambino Gesù del Vaticano- que han anunciado su disposición a tratar al pequeño Alfie.
¿Por qué no permitir eso? Mal que las autoridades británicas muestren ese desprecio a la vida humana y a la patria potestad de sus padres, pero, ¿qué pierden dejándolo ir, permitiendo que sean otros los que se ocupen del ‘problema’?
Son esos los que no han entendido nada, los que no comprenden la terrible moraleja de esta historia. Y es que no es cuestión de dinero, mucho menos de una falsa compasión por el estado del niño (ahórrenme discursos sobre compasiones burocráticas, tan escasamente creíbles); no: Alfie debe morir.
Alfie debe morir, porque debe quedar claro que es el Estado el que decide sobre quién merece morir y quién no. Debemos ir acostumbrándonos a eso, y desairar al poder con una historia de éxito en contrario, con un final en el que el Poder y su legitimidad de disponer nuestra vida y nuestra quedara burlada, sería una humillación insoportable y un peligroso precedente.
También es de igual importancia dejar claro que los padres no deciden por sus hijos; es el Estado el padre de todos.
Tenemos, quizá como problema político más urgente y potencialmente catastrófico, una demografía suicida, una pirámide de población invertida que es el tañido funeral de nuestra civilización. Los europeos -los occidentales- hemos dejado de tener hijos porque absolutamente todo en nuestra cultura nos empuja a no tenerlos.
Pero no es este del que hablamos un desincentivo menor: ¿debo tener hijos, que me atan, resultan costosísimos y arruinan mis placer triviales, para cargar con todas las responsabilidades negativas y no gozar ninguna de las prerrogativas que la propia naturaleza da a la paternidad? ¿Debo tener hijos para el Estado, para que un remoto burócrata anónimo de rostro invisible que no conoce ni sus nombres decida qué es mejor para ellos, qué deben pensar y cómo deben ser educados?
Lamento que la respuesta habitual sea “que los tenga Rita”, pero no puedo decir que me sorprenda.
Por todo eso es necesario que muera el pequeño Alfie Evans. Conviene que muera un niño y no que todo este sistema inhumano se venga abajo, arruinando tantas carreras políticas.