BY ANTONIO ARGANDOÑA Posted on agosto 1, 2019
Leía hace unos días la historia del comienzo de la «revolución capitalista» (mejor sería decir la «revolución de la economía de mercado») en China. En los últimos años 1970 un grupo de campesinos en la aldesa de Xiaogang, en la remota provincia de Anhui, tuvieron que hacer frente a la catastrófica carencia de alimentos. Y decidieron hacer un experimento en sus granjas colectivas. Desafiando la ortodoxia del partido comunista, hicieron un contrato mutuo por el que cada familia trabajaría en su granja y todos compartirían los resultados. La producción aumentó. Los funcionarios públicos prefirieron la prosperidad a las directrices del partido y miraron para otro lado,. La idea se extendió y, cuando se dieron cuenta de que eso funcionaba, se rindieron a la evidencia. Las reformas del Presidente Deng Xiaoping a principios de la década de los 1980s fue un reconocimiento de esa evidencia.
Esto nos invita a tener confianza en los seres humanos. Depravados, malvados, egoístas, mentirosos… (añada el lector los calificativos que prefiera), pero somos capaces de aprender y hacer cosas diferentes, cuando esto nos beneficia a todos.
Esto es importante, por ejemplo, cuando algo no funciona. Cuando las tasas de paro son asombrosamente altas en un país como España, podemos estar muy seguros de que algo no funciona. Y cuando las pensiones públicas anuncian déficit crecientes por décadas, algo no funciona. O cuando los resultados académicos en las escuelas son sistemáticamente peores que en los países vecinos, es que algo no funciona.
Y entonces caben dos soluciones: una volver a los que mandan y pedirles que cambien lo que están haciendo. Probablemente, solo se les ocurrirán reformas menores. Cuando se trata de cambiar una realidad social, es importante conocer los intereses creados que pueden interferir con un cambio: a quién vamos a pisar un callo, que puede poner palos en la rueda del progreso. Eso es importante para todo: la historia muestra cómo, si esto no se tiene en cuenta, las mejores ideas fracasan.
La otra solución es prestar oído a los afectados, dejarles que tomen iniciativas… Me contaron que, hace siglos, cuando los de un pueblo querían trazar el camino al pueblo vecino, soltaban un burro y seguían sus pasos. Bueno, me parece que, cuando la solución no depende mucho del instinto, más que soltar el burro hay que soltar a los ciudadanos, para que piensen, propongan, actúen, corrijan sus errores, vuelvan a intentarlo… Y, al final, todos saldremos ganando. ¡Oh, el poder de la iniciativa y la acción de los seres humanos!