Estamos ante una cultura que intenta, por medios espurios, robar la niñez a muchos de nuestros hijos. Una cultura que cuenta también con la inestimable complicidad de los adultos más cercanos.
Emiliano Hernández.Forum Libertas.
Imagínense que, a fuerza de insistir, cualquiera de ustedes cediese a la presión de equiparse con un equipo completo de alta escalada, incluidos arneses, cuerdas, mosquetones, calzados antideslizantes y hasta una botella de oxigeno; y que, además de todo ese aparataje, se lanzaran, sin pensarlo dos veces, a la aventura de coronar las cimas más escarpadas de nuestro continente.
Supongan, y ya es mucho suponer, el caso aún más inverosímil de que esta misma experiencia la quisieran realizar un grupo de jubilados de una residencia de ancianos; todos convendríamos que es un despropósito. El sólo pensamiento de encontrarnos a uno de nuestros venerados ancianos piolet en mano, dispuesto a tal temeraria misión, nos llevaría a impedirlo por todos los medios y, no sólo eso, sino además a tomar las medidas necesarias para que esa disparatada proposición no se llevara a cabo. Nuestra postura estaría amparada por la más pura racionalidad y en nada implicaría una condena al deporte de la escalada, sino que únicamente sería el reconocimiento práctico de una de las más famosas sentencias salomónicas: “Hay un momento para todo y un tiempo para cada cosa bajo el sol”.
Pues bien, barbaridades de esta magnitud en otros ámbitos parecen, sin embargo, difíciles de reconocer; al menos en lo que se refiere a un sector concreto de nuestra sociedad que no ceja, en su afán desmesurado de hacernos compartir su ideología hedonista y consumista, de inculcar múltiples y variadas maneras, poses, actitudes, modos de comportarse y de vestir a los más ávidos de protección y cariño: los niños.
No es precisamente un muestrario de equipamiento de escalada para ancianos lo que ha caído durante estos días en mis manos, sino el catálogo de una multinacional de la ropa, que en un derroche de propaganda nos presenta en papel couché su colección de invierno sirviéndose de un profuso número de chiquillos vistiendo y actuando como adolescentes. Un desfile de adultos bajitos que evidencia una situación que va más allá de la moda, pues refleja a las claras una cultura que intenta, por medios espurios, robar la niñez a muchos de nuestros hijos.
Poco parece preocuparles a los responsables de mercadotecnia de este tipo de cadenas de ropa la importancia que tenga esta etapa de la vida para el desarrollo antropológico de la persona; su objetivo prioritario será disfrazar con prontitud y premura a todos nuestros pequeños con los atuendos confeccionados por su firma, de tal manera que pronto les veamos con estudiadas poses sensuales y fingidas miradas perdidas: unos, luciendo cazadoras que fácilmente enseñan su ombligo y, otras, con tacones de vértigo de claras reminiscencias circenses, y todos, sin distinción, inconscientemente orgullosos de sus indumentarias milimétricamente desgarbadas y sus estudiados toques cristianorronaldos.
No se debería responsabilizar únicamente a los medios de comunicación y a la publicidad de utilizar a todas esas criaturas como objetos con los que sanear las escuálidas cuentas de resultados, pues estos cuentan también con la inestimable complicidad de los adultos más cercanos. En muchas ocasiones son los propios padres los que alientan a usar estas prendas, consciente o inconscientemente, y siempre con la debida precaución de evitar que sus retoños no se sientan demasiado diferentes del resto. ¡Ay!…, todo el tiempo del mundo no sería suficiente para lamentarse de lo que están haciendo.
Las etapas de la vida tienen sentido en sí mismas y sirven inexcusablemente para preparar con éxito las siguientes. Cada una de ellas tiene su propio carácter y es irremplazable por cualquier otra, si no es a costa de producir graves disfunciones en el ser humano. Cuando no se respeta el desarrollo apropiado, las personas se ven abocadas a la mezquindad, en el mejor de los casos. Así sucede en el caso de la infancia, periodo crítico de la existencia, que si se ordena apresuradamente hacia la adolescencia supone un serio obstáculo para que el niño desarrolle su propia naturaleza.
Neil Potsman, sociólogo americano, ya avizoraba esta situación dramática en su libro La desaparición de la infancia, y advertía de que “sin secretos, la inocencia desaparece. Y sin inocencia no puede haber niñez”. El niño necesita ir transformando paulatinamente el modo de existencia infantil, para lo cual requiere la envoltura psíquica protectora de la familia, de modo que ésta se vaya haciendo gradualmente más porosa. En esa etapa de la niñez, apunta, por otra parte, Romano Guardini en su obra Las etapas de la vida, el niño aprenderá, entre otras muchas cosas, a distinguir los modos de comportarse que pueden perjudicarle, a perfilar los fines y el modo de alcanzarlos, a distinguir el bien del mal y a esforzarse por lo correcto.
En la medida en que todo ello sucede se atraviesan estadios y se avanza gradualmente hacia la adolescenciam, en la cual el niño desembarcará después de la preceptiva crisis de la pubertad; crisis generada fundamentalmente por los impulsos básicos de la autoafirmación individual y del instinto sexual. La superación de esta crisis antropológica siempre se verá irremediablemente amenazada por una imposición prematura de hábitos y estereotipos no apropiados para una etapa tan vital para el desarrollo humano como es ésta de la infancia.
No es de extrañar, pues, la gran correlación que pueda existir entre esta imposición en el vestir y el fenómeno conocido de “sexualización de la infancia”. Un informe reciente de la psicóloga británica Linda Papadopoulos asegura que tanto las niñas como los niños son presionados para emular estereotipos de los adultos. Este influjo refleja una cultura sexualizada que puede estar robando la infancia de muchos niños hoy en día. En algunos casos, además, los padres vistiendo a sus hijos de mayores contribuyen a expulsar definitivamente a sus hijos del “Edén de la inocencia”, no quedándoles a éstos otra opción que la de plegarse a vivir una falsa madurez y una sexualización precoz.
No deberíamos, por tanto, tratar este fenómeno como una cuestión superficial; se trata, ni más ni menos, de truncar la madurez de una persona desde su misma raíz. “Las modas tienen siempre un sentido mucho más hondo y serio del que ligeramente se les atribuye, y, en consecuencia, tacharlas de superficialidad equivale a confesar la propia y nada más” (Ortega y Gasset).
De nuestra sociedad depende el continuar con la imprudente permisividad en el vestir, arrojando con ello del paraíso de la infancia a muchos niños. Proveer de arneses, cuerdas y mosquetones a uno de nuestros mayores para un espectacular descenso no es tarea más descabellada que la de atiborrar de indumentaria inapropiada a nuestros hijos o la de estimular a nuestras hijas a que aprendan a andar con tacones cuando apenas saben ponerse en pie.