Fuente: Revista Misión. Artículo de Enrique García-Maíquez
Uno de los efectos secundarios de la sociedad digital es que muchísimos deseos se pueden conseguir con un simple clic. El consumismo ya había facilitado la rápida consecución de los caprichos, aboliendo el tiempo intermedio de la reflexión y el esfuerzo. Eso, en principio tan deseable, ha terminado alterando nuestra relación con la duración, que se nos presenta insoportable.
Empecemos a lo grande. Jorge Luis Borges insistía en que “somos el tiempo”, y se explicaba: “El tiempo es la sustancia de que estoy hecho. El tiempo es un río que me arrebata, pero yo soy el río; es un tigre que me destroza, pero yo soy el tigre; es un fuego que me consume, pero yo soy el fuego”. En Misión sabemos que somos mucho más que tiempo, por supuesto. Hay una semilla de eternidad en nuestra alma y también en nuestro cuerpo. Pero le hemos dado la palabra a Borges para que nos deje claro hasta qué punto ese carácter temporal es parte de nuestra esencia. Incluso para nosotros, que nos sabemos destinados para la eternidad, el tiempo deviene trascendental: es el lapso que tenemos para ganárnosla.
Tiempo de reflexión
El problema actual es que la inmediatez nos está haciendo muy -intolerantes al sencillo paso del tiempo. Y este nos es necesario por un sinfín de razones. Siendo además de temporales, seres racionales, la falta de tesón temporal nos impide desarrollar los argumentos. Nos echa en los brazos de las apetencias, el marketing y la demagogia sentimental. No en vano, decía el filósofo Manuel García Morente que “al pensador se le reconoce enseguida por una característica que le es propia: jamás se le sorprende improvisando”. Ha dedicado un tiempo previo al estudio y a la reflexión.
“Las grandes obras literarias adquieren perfiles insoportables para la impaciencia contemporánea”
La falta de paciencia, de capacidad de concentración y de esfuerzo mantenido, o sea, nuestros -problemas actuales de trato cotidiano con el tiempo extendido, no sólo dificultan la actividad racional, sino muchos otros trabajos. Algunos profesores alertan de que cada vez hay más trabajos imposibles para los alumnos. No por su dificultad intrínseca. Tampoco por la necesidad de profundos conocimientos teóricos. Simplemente, porque requieren tiempo.
Tiempo para contemplar
También nuestro ocio resulta seriamente alterado. Las grandes obras literarias adquieren perfiles insoportables para la impaciencia contemporánea. El ritmo moroso del cine clásico encuentra resistencias en los espectadores jóvenes. Andrea Köhler advierte en El tiempo regalado de otro peligro: “Cada vez que se reduce a un mínimo el lapso de espera entre el deseo y su satisfacción, un dios vengativo exige un precio: el que lo obtiene todo, o lo recibe de inmediato, pierde la dicha de su disfrute”.
“La constancia crea un tiempo consistente donde había muy poco tiempo objetivo”
La ternura es el amor demorándose, de modo que en un mundo que no da tiempo al tiempo, las relaciones personales se empobrecen, se descarnan y se contaminan de un apresurado utilitarismo. Se empieza por la frivolidad, pero se termina en la pérdida de sentido de la existencia, porque, como ha advertido el filósofo coreano Byung-Chul Han: “La prisa engendra más prisa […] la prisa se traga la vida”. Con una media verónica, lo dice el maestro Curro Romero siempre que tiene ocasión: “Las prisas no son buenas ni para robar melones”.
Por desgracia, no se trata de una simple alteración rítmica. Nuestra creciente dificultad de trato con el tiempo conlleva una incomodidad íntima con nosotros. Nietzsche, profeta oscuro de nuestra época, ya lo avisó: “Todos vosotros que amáis el trabajo salvaje y lo rápido, nuevo, extraño, os soportáis mal a vosotros mismos, vuestra diligencia es huida y voluntad de olvidarse a sí mismo. Si creyeseis más en la vida, os lanzaríais menos al instante. ¡Pero no tenéis en vosotros bastante contenido para la espera y ni siquiera para la pereza!”.
Reconquistar el tiempo
Ante esta perspectiva, no nos parece exagerado el dictum del filósofo Jorge Freire en su ensayo Agitación: “Escapar de la agónica kermés de la agitación es la tarea más heroica de nuestro tiempo”. Aunque, apresuradamente, ya hemos visto que la inmediatez tiene tantas consecuencias directas como efectos secundarios. ¿Cómo reconquistar el tiempo disparado? Es posible, incluso frente a las presiones de nuestra época.
Daniel Pennac confió en la fuerza expansiva de pequeñas actividades muy significativas: “El tiempo para leer, como el tiempo para amar, dilata el tiempo para vivir”. La lectura concentrada sostiene un nuevo marco temporal que pone coto a la nihilista inmediatez. Pondré un ejemplo personal. Leo todos los días sólo cinco minutos de Evangelio, que bastan para dotar de significado a mi día y que me han permitido dar varias vueltas al Nuevo Testamento. La -constancia crea un tiempo consistente donde había muy poco tiempo objetivo.
La espera amorosa, como sabía el poeta Luis Rosales, que la asimiló a una alegría al borde de una plenitud, nos permite citarnos con un tiempo denso. Byung-Chul sube la apuesta y anima a la contemplación y al rito. El día que comienza con rezos y con ellos acaba no se desfleca por los bordes. No hace un análisis remilgado: “La aceleración remite, al fin y al cabo, a la muerte de Dios”. Sin el anclaje en la eternidad, el tiempo se diluye. Y viceversa: un atisbo de eternidad rescata al tiempo.
LA PROCRASTINACIÓN
Una solución más táctica contra la inmediatez es la procrastinación. El término existe desde el siglo xvi, pero ha ido posponiendo su incorporación al léxico cotidiano, haciendo honor a su nombre. Ahora sí es muy común, porque lo necesitamos de valladar. Según el diccionario, “procrastinación” significa “la acción de procrastinar” y este verbo “aplazar, diferir”.
La procrastinación pone a trabajar a la pereza. Permite que, azuzados por la mala conciencia, ponderemos más y mejor los trabajos y las gestiones que posponemos. Es un gran instrumento contra la precipitación. Desactiva la bomba de relojería de la inmediatez.
Un viejo político español dividía los problemas entre aquellos que el tiempo ya ha solucionado y aquellos que todavía no. Estaba en la tradición hispánica, porque Cervantes nos había aconsejado: “Confía en el tiempo, que suele dar dulces salidas a muchas amargas dificultades”.
Eso hizo, según la tradición judía, un rabino, cuando un rey con querencias antisemitas, para divertirse y presionarlo, le propuso que enseñase a hablar a un mono si no quería ser desterrado. El rabino aceptó el reto, aunque pidiendo cinco años para darle el curso de logopedia completo. El rey, sorprendido y curioso, no pudo sino aceptar. Cuando los miembros de su comunidad, llevándose las manos a la cabeza, preguntaron al rabino cómo se había comprometido a ese disparate, este contestó: “En cinco años pueden pasar muchas cosas. Podría morir el rey, podría morir yo o podría morir el mono. Y ¿quién sabe?, el mono, en cinco años, incluso podría aprender a hablar”.
Los apresurados de la prisa se pierden las mejores soluciones. El refranero prefiere meternos bulla “No dejes para mañana lo que puedas hacer hoy”; pero, a menudo, es mejor dejarlo, porque hoy, puestos a poder, o podríamos hacer demasiado o hacerlo atropelladamente o dejar de hacer lo importante por culpa de lo urgente, que no lo era tanto. “Deja para mañana lo que puedas no hacer hoy” es un remedio contra la tiranía de la inmediatez.