En la Europa del sur atrapada por la crisis económica, hay una actividad que crece sin parar: las manifestaciones. Muchos ciudadanos se han acostumbrado a salir a la calle para expresar su descontento por los recortes al Estado de bienestar. Los sindicatos compensan su menguante influencia en la negociación colectiva con el grito y la pancarta en la calle. Los “indignados” concentran su ímpetu en la protesta, a falta de ponerse de acuerdo en las propuestas.
De este modo, en un tiempo de desencanto con la clase política, la participación en manifestaciones se ha convertido en la forma de activismo político más usual, practicada por el 21% de los ciudadanos españoles (según el Barómetro del Centro de Investigaciones Sociológicas de abril de 2012).
En esta España descentralizada y autonómica, Madrid sigue siendo el rompeolas de todas las protestas. Las Comunidades Autónomas son muy celosas de sus competencias, pero a la hora de manifestarse contra el gobierno prefieren invadir la capital (aquí hay que reconocer la mayor coherencia de los catalanes, que optan por dar los gritos en la plaza de Catalunya). En Madrid, desde el comienzo de año, ha habido más de 2.200 concentraciones. Pero el mero hecho de que la delegada del gobierno en la capital haya planteado la conveniencia de regular mejor el derecho de manifestación para no colapsar permanentemente la ciudad, ha provocado una airada reacción en defensa del derecho fundamental a ocupar la calle.
Se comprende. En estos tiempos de crisis, manifestarse es una actividad gratis y bastante segura, a no ser que uno se encuentre en el momento equivocado entre la policía y los antisistema, siempre dispuestos a confirmar la imagen represora de la fuerzas del orden.
Más manifestaciones, menos huelgas
Es segura también porque otras formas de protesta, como la huelga, suponen menos euros en la nómina, y a lo mejor te juegas el empleo. Es significativo que en el último año el número de huelgas y la participación de los trabajadores en ellas hayan descendido.
Según datos del Ministerio de Empleo, durante 2011 se registraron 777 huelgas, muy por debajo de los primeros años de la crisis (810 en 2008 y 1.001 en 2009). Las jornadas perdidas (485.054) fueron un tercio de las que se dejaron de trabajar en 2008. Además, las convocatorias de huelga obtienen cada vez menos seguimiento: en 2011 se registraron 221.974 participantes en las huelgas, la cifra más baja desde 1969, cuando había una población trabajadora muy inferior. Y las cifras provisionales de 2012 revelan un número de participantes y de jornadas perdidas incluso inferior al de 2011.
En suma, el derecho de manifestación se ejerce fuera del horario laboral. Aunque también puede ocurrir que la manifestación forme parte de las obligaciones laborales, como es el caso de los sindicalistas “liberados”, que llevan la pancarta y encarrilan las concentraciones.
La confluencia de manifestaciones en defensa de sectores varios –la escuela, la sanidad, la función pública, la universidad…– puede dar la impresión de que hay una causa común y unos intereses compartidos frente al gobierno insensible. Ciertamente, hay un motivo común para las protestas: los recortes en el gasto público, que han liquidado el gasto despreocupado de otros tiempos e incluso han dejado tambaleante la financiación del Estado de Bienestar que se daba por supuesto.
Pero, como la tarta a repartir es la que es, para dar satisfacción a los que se manifiestan por una calle habría que negársela a los que se manifiestan por otra. Podemos dar los fármacos gratis a todo pensionista, pero entonces será difícil contratar a más médicos como exigen otros. Aumentar el presupuesto de educación como piden los sindicatos de la enseñanza, choca con la subvención permanente al carbón, según reclaman los sindicatos mineros. Si no se suben las tasas académicas, como piden los estudiantes, la universidad seguirá con una financiación escuálida, de la que se quejan los rectores.
La deuda sí es de todos
Al proteger lo suyo, cada sector quiere dar la impresión de que defiende lo de todos. Pero la defensa de lo público enmascara a menudo quejas interesadas, con las que cada uno tira de la manta hacia su lado, sin ofrecer soluciones alternativas para ajustar los gastos a los ingresos.
Lo que ya no es solución es pensar que se puede mantener el nivel de gasto del Estado a fuerza de endeudarse. La deuda pública ha alcanzado ya el 75,9% del PIB –una cota que no se registraba desde 1913– y supera los 800.000 millones de euros. Esa deuda tiene un coste anual que en los presupuestos para 2013 supone la segunda mayor partida (38.590millones) después de las pensiones. Contra esos números sirve de poco enarbolar pancartas con un “No a los recortes”.
¿Son inútiles, entonces, las manifestaciones? Hay que reconocerles, por lo menos, un efecto de catarsis colectiva. No sirven para cambiar la realidad, pero pueden servir para cambiar al que se queja. Después de marchar por la calle codo a codo con otros, con la camiseta verde o roja oficial, gritar contra el gobierno, silbar con el silbato sindical y arremeter contra los políticos, uno puede volver a casa con la satisfacción de quien se ha hecho oír y bajo el efecto purificador que siempre deja la expulsión de la indignación. Con tal que no agoten nuestras reservas emocionales ni nos muevan a ignorar la realidad, las manifestaciones pueden ser tan útiles como una sesión en el gimnasio.
Fuente:El Sonar
Debe estar conectado para enviar un comentario.