Fe y ciencia. Un diálogo entre el porqué y el cómo de cuanto nos rodea

Observatorio de bioetica.-UCV.-Los seres humanos estamos dotados de la extraordinaria capacidad de acumular conocimientos derivados de la contemplación de la naturaleza. Tras analizar y desentrañar sus secretos, y extraer conclusiones sobre la causa y el efecto de los fenómenos naturales, hemos sido capaces de comunicarlos y aplicarlos en beneficio propio. Sin duda, el siglo XX ha sido el más fructífero en el avance del conocimiento científico, especialmente por las contribuciones de la física en la primera mitad y de la biología en la segunda. De la trascendencia de los conocimientos adquiridos mediante la investigación científica dan fe los progresos en el bienestar social y la salud.

Sin embargo, la experimentación científica tiene sus límites. Hay problemas que no pueden abordarse por el método experimental y que exigen otros modos de abordaje. No han de desestimarse, relegarse o considerarse de menor importancia aquellas preguntas que no sean de carácter científico. Estaríamos simplemente ante preguntas que la ciencia no puede abordar, bien por su carácter abstracto e inabordable -dada su inmaterialidad-, o por carecer de los elementos necesarios para un planteamiento experimental del problema a resolver. No serían científicas cuestiones tales como la existencia de Dios, el origen de la materia a partir de la nada, el origen de la primera célula, el origen de un ser consciente y cooperador a partir de unas bestias instintivas y egoístas, la relación entre la mente y el cerebro, etc. Sin duda son cuestiones de un gran interés, pero no son preguntas que se puedan resolver mediante el método científico, por mucho que el biólogo Richard Dawkins, el físico Stephen Hawking y otros se empeñen a base de retorcer el método científico, convirtiendo delirantes hipótesis filosóficas en explicaciones sin base empírica convincente. Sería más honesto reconocer los límites de la ciencia y aceptar otros métodos u otras fuentes que permitan abordar estas grandes cuestiones.

Lo cierto es que el mundo sigue haciéndose las mismas preguntas desde los orígenes de la humanidad… Preguntas como la que se hacía en el siglo XVII el filósofo y matemático alemán Gottfried Leibniz (1646-1716), ¿por qué hay algo en lugar de no haber nada?, o más recientemente el físico Albert Einstein (1879-1955): ¿tiene una finalidad este mundo que nos rodea?, ¿cuál es el sentido de nuestra vida, cuál es, sobre todo, el sentido de la vida de todos los vivientes?, o el también físico Victor Weisskopf (1908-2002): ¿en qué sentido tiene sentido el universo?

El Premio Nobel de Física de 1984, el italiano Carlo Rubbia, señalaba que «la forma más grande de libertad es la de poder preguntarse de dónde venimos y a dónde vamos… No existe forma de vida humana que no se haya planteado esta pregunta. Y no hay sociedad humana que no haya intentado de alguna manera darle respuesta. Fallar este compromiso es una pérdida, una deshumanización, un mecanismo interno de autocastigo».

No es que estas preguntas no tengan respuesta… es sencillamente que la ciencia no puede abordarlas. Lo cierto es que para tratar de resolverlas el mejor instrumento que tenemos es la razón, que nos brinda múltiples enfoques y una larga experiencia adquirida a lo largo de nuestra trayectoria como especie inteligente. La experimentación científica es el último gran recurso que se ha añadido a la filosofía y a la teología para intentar desentrañar las incógnitas que nos plantea el atractivo mundo que nos rodea, pero eso no nos da derecho a desestimar estas grandes fuentes de discernimiento y conocimiento, que eso es al fin y al cabo lo más genuinamente humano.

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