El mercado, como afirmaba el Premio Nobel Paul Samuelson, funciona con “votos monetarios”: los que tienen dinero y están dispuestos a comprar determinan lo que se ha de producir y los ingresos de los ofertantes. Esto significa también que pueden existir necesidades básicas de personas que no disponen de “votos monetarios” y que, por tanto, el mercado no satisface. Tal es el caso de enfermedades tropicales de población subsahariana muy pobre: el mercado no incentiva costosas investigaciones para obtener fármacos apropiados.
Además, el mercado, sin la debida regulación permite prácticas lejanas a la ética, desde la explotación de trabajadores y la comercialización de pornografía, a fraudes y prácticas monopolísticas. Baste pensar en Microsoft, que tuvo serios problemas en Europa por este tipo de prácticas y que los tiene actualmente en España, donde tiene abierto un expediente por defraudación a Hacienda y otro por abuso de posición dominante.
A pesar de estos casos, no cabe duda que el mercado tiene aspectos muy positivos como el incentivo permanente a la innovación y a bajar costes y precios, haciendo los productos más asequibles a la población. El mercado es respetuoso con la libertad, fomenta el espíritu emprendedor y la creación de riqueza. Por lo demás, la alternativa de una economía centralizada se ha demostrado mucho peor, produciendo pasividad y pobreza y, en ocasiones, como la antigua Unión Soviética, hasta la bancarrota nacional.
Pero si el mercado no es equitativo, ¿cómo corregirlo? La respuesta más socorrida es “a través del Estado”. Efectivamente, las leyes y los tribunales de defensa de la competencia pueden limitar abusos de mercado, y la redistribución de la riqueza, vía impuestos y políticas sociales, puede lograr una mayor equidad social. Pero eso también tiene problemas: los políticos pueden caer en abusos partidistas y unos impuestos muy elevados al capital puede provocar la salida de fondos financieros del país con la consiguiente descapitalización. Por su parte, las políticas sociales, loables en sí mismas, tienen una fuerte carga burocrática y con frecuencia son acusadas de ineficientes.
Hay otro medio ante la falta de equidad del mercado, me temo que poco considerado en nuestras latitudes: la generosidad y el buen uso del dinero de los más favorecidos por el mercado. Tal podría ser el caso de Warren Buffett, el cuarto hombre más rico del mundo según la revista Fortune (2012) y, durante años, el primero; con una fortuna personal estimada en 52 mil millones de dólares.
Warren Buffet tiene fama de ser una persona con gran “olfato” para invertir. Sabe elegir negocios rentables y evitar los ruinosos. Supo prever la crisis de las dot.com, a principios de este siglo, y la crisis financiera del 2008 y siguientes, actuando en consecuencia. Pero, ¿qué hace con su dinero? Buffet es una persona que vive con relativa austeridad, sin ostentación. Un detalle es que sigue viviendo en la casa que compró en 1958 cuando era mucho menos rico. Por otra parte, dedica ingentes sumas de dinero a causas sociales y ha anunciado que donará más del 90% de su fortuna a distintas ONGs y fundaciones benéficas antes de morir.
En España tenemos a Amancio Ortega, quien ayuda generosamente a varias fundaciones con fines sociales y, recientemente ante la crisis actual, ha donado 20 millones de euros a Cáritas.
Hay quienes critican que estos ricos den solo una parte, a veces no tan grande, de sus posesiones. Pero es que algunos no hacen ni siquiera eso alegando que ya pagan sus impuestos. La pregunta que surge, y la dejo abierta, es cómo se pueden fomentar comportamientos generosos de quienes son agraciados por el mercado y logar mayor equidad social con mayor eficacia y eficiencia.
Blog Blog del profesor del IESE Domènec Melé.-Ética Empresarial y social