Ascenso y defenestración del científico

Pertenecer a la Comisión Italiana de Grandes Riesgos ha resultado ser muy arriesgado. Siete de sus componentes –seis científicos y un funcionario– han sido condenados a seis años de cárcel por su actuación previa al terremoto que el 6 de abril de 2009 sacudió L’Aquila y causó 309 víctimas. Siete días antes, la Comisión había dicho que no existía peligro de un gran terremoto. El tribunal reconoce que la previsión de terremotos no es una ciencia exacta; pero les condena porque no supieron interpretar las pruebas de que disponían y porque, para tranquilizar a la población, comunicaron que no había riesgo. Pero, en definitiva, les condena porque se equivocaron en sus predicciones. Algunos tribunales italianos son tan imprevisibles como los terremotos, y quizá la sentencia sea corregida en una instancia superior. Pero es muy reveladora del encumbramiento y defenestración del científico en la sociedad de hoy.

Las encuestas internacionales coinciden en que los científicos y los médicos son percibidos como los grupos profesionales que más contribuyen al bienestar y al avance de la sociedad. En el “Estudio Internacional de Cultura Científica”, realizado por la Fundación BBVA en 11 países, los científicos suscitan un alto nivel de confianza en todos los países (entre 7,5 y 8 puntos de media en una escala de 0 a 10). Muchas veces se trata de una confianza ciega, ya que no va acompañada de un buen nivel de conocimientos científicos entre el público general. Simplemente, es una manifestación de la fe en el progreso, una confianza en que los científicos saben lo que hacen y solucionarán nuestros problemas.

Por eso, cuando fallan, la decepción es tan profunda como exagerada era la confianza. En vez de aceptar que los científicos son falibles, se tiende a pensar que han sido negligentes, que no han sabido aplicar sus conocimientos, que han sometido su criterio a intereses espurios. La creencia propia de las sociedades avanzadas de que todo daño se puede prevenir, de que no hay desgracias sino negligencias, de que la naturaleza está dominada, supone una tendencia creciente a exigir responsabilidades a los expertos y a los reguladores. Así, el científico, que solo debe valorar lo que se puede experimentar, si falla puede verse sometido al mismo destino del arúspice, sacerdote que en la antigua Roma examinaba las entrañas de las aves para hacer presagios.

La intolerancia frente a las limitaciones de los científicos se acentúa por el cada vez más arraigado principio de precaución. En busca de seguridad, pensamos que las autoridades y los expertos que las asesoran deben tomar todas las medidas posibles para evitar eventuales daños, aunque las relaciones de causa a efecto no sean claras y no haya evidencias de que los riesgos vayan a concretarse. Todo esto es muy caro, y tiene consecuencias molestas cuando al final el riesgo se revela exagerado; pero se erige en principio intangible cuando la catástrofe se produce.

No es razonable que los científicos sean sancionados por fallar en sus predicciones, a no ser que lo hayan hecho por engaño o mala fe. De lo contrario, adoptarán una postura defensiva, y se curarán en salud recomendando medidas previstas para los peores escenarios posibles o se abstendrán de hacer predicciones. No es de extrañar que varios miembros de la Comisión Italiana de Grandes Riesgos hayan dimitido, tras la condena de sus compañeros. Dicen que no pueden desempeñar su función bajo la amenaza de ser castigados si no aciertan.

Normalmente, las compañías de seguros excluyen los terremotos entre los motivos de compensación por daños. Pero ahora podrán ampliar su negocio ofreciendo un seguro a los científicos, para cubrirles del riesgo de sus predicciones. Lo van a necesitar. La fe que la gente pone en la ciencia, es un arma de doble filo para los científicos.
Fuente: El Sonar

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