“Los padres queremos tanto a nuestros hijos que no los podemos educar; por eso los llevamos al colegio para que sean otros los que lo hagan por nosotros.”
Estas palabras se las escuchamos recientemente al ponente de una conferencia que trataba sobre la felicidad. Aunque fue una digresión autobiográfica y anecdótica, traída a cuento por una pregunta de alguien del público, la defendió y justificó como si fuera una tesis principal. Y así lo creía él. El amor que sienten los padres por sus hijos, explicó, es tan grande que les impide educarlos: para que una madre o un padre exija a su hijo, le ponga límites, le castigue, le diga que “no” o simplemente le corrija, tiene que hacer violencia al natural amor que le une a él. “Por eso –continuó– los llevamos al colegio, donde nos los educan, les exigen, les ponen límites, les castigan, les dicen que “no” y les corrigen, cosas que no podemos hacer nosotros, justamente por ser sus padres”.
No podemos estar más en desacuerdo con este padre (porque en ese momento no hablaba como catedrático sino como padre), pero nos alegró conocer una opinión tan diferente a la nuestra y, por qué no decirlo, tan bien argumentada y, quizá, más extendida de lo que pensamos. Lo que sí es verdad es que muchas personas opinan como aquel conferenciante: cómo van a exigir a sus hijos con lo que los quieren, cómo van a ponerles limitaciones y a castigarlos, cómo les van a contrariar o a negarles alguna cosa. El amor maternal y paternal nos vuelve no sólo ciegos, sino incapaces de educar. Por eso, contratamos a quienes lo hagan, a gentes extrañas que no están tan emocionalmente unidas a nuestros hijos como lo estamos nosotros, porque en último término la razón es que les queremos demasiado.
Pero justamente por eso los tenemos que educar, tenemos que intentar sacar de cada uno su mejor yo, acompañar su crecimiento y llevarlos a la madurez. Justamente porque los queremos tenemos que aprender a quererlos, tenemos que quererlos bien. Es decir, con el cariño no basta, hay que saber administrar el amor: amar con cabeza sin malgastar el amor, invertirlo adecuadamente y no canjearlo por un activo atractivo (que con el tiempo pueda convertirse en un “activo tóxico”) pero ineficaz.
Llevamos a los hijos al colegio no para que nos los eduquen, sino para que nos ayuden a educarlos. Estamos equivocados si pensamos que otros lo van a hacer por nosotros. Los primeros educadores y los últimos responsables de su educación somos los padres, y lo somos por amor.Fuente: Blog Familia Actual