El conocimiento de la verdad.

Uno de los problemas principales que encontramos en la actualidad es la desconfianza en el valor del conocimiento humano. Sin duda, nuestro conocimiento es muy limitado; pero, con frecuencia, se interpreta esa limitación como si nunca pudiéramos estar seguros acerca de nada. Ese escepticismo suele aplicarse, sobre todo, a las verdades morales y religiosas, que se interpretan, de acuerdo con una postura relativista, como si fueran completamente subjetivas y nunca fuera posible llegar a conclusiones ciertas.

Es grande el interés de la Iglesia en defender que podemos alcanzar conocimientos verdaderos, tal como lo afirma el Papa Juan Pablo II: «Para la Iglesia, nada es más fundamental que conocer la verdad y proclamarla. El porvenir de la cultura depende de esto. Lo recordaba recientemente a las Universidades católicas en la Constitución apostólica «Ex Corde Ecclesiae» (1990, n.4): «Nuestra época tiene una urgente necesidad de esta forma de servicio desinteresado que consiste en proclamar el sentido de la verdad, valor fundamental sin el cual perecen la libertad, la justicia y la dignidad del hombre». Tal es la misión primera de la Iglesia, porque es la sierva de Aquél que se ha proclamado el Camino, la Verdad y la Vida. La Iglesia hace constantemente de abogada del hombre, capaz de acoger toda la verdad. También anima la investigación que explora todos los órdenes de verdades, convencida de que todos convergen para la gloria del único Creador, que es Él mismo la Verdad suprema y la luz de todos los hombres, los de ayer y de hoy y del mañana»*(1).

Juan Pablo II ha dedicado la encíclica Fides et ratio a defender la capacidad humana de conocer la verdad, y a afrontar las dificultades que el conocimiento de la verdad encuentra en nuestra época *(2)

La crisis de la verdad

El problema de la verdad no es nuevo. Siempre se han planteado dificultades acerca de la objetividad de la verdad, tomando ocasión, por ejemplo, de la disparidad de modos de ver las cosas que existen en las diferentes sociedades e incluso dentro de cada sociedad, y de los cambios que se dan, a veces, en las opiniones y creencias en las diferentes épocas.

Pero también existen factores propios de cada época. En la actualidad, entre los factores más influyentes se cuentan los relacionados con las ciencias naturales. El gran avance que estas ciencias han experimentado en la época moderna ha suscitado no pocos problemas, porque no existe un acuerdo generalizado sobre el valor de los conocimientos que proporcionan.

Estos problemas se remontan al nacimiento de la ciencia experimental moderna en el siglo XVII. Se trató de una verdadera revolución conceptual y práctica, porque esa ciencia era realmente nueva: aunque se apoyaba en los trabajos realizados durante siglos, respondía a un método que nunca se había aplicado de modo sistemático y que se diferenciaba claramente de los enfoques que hasta entonces se habían utilizado para estudiar la naturaleza.

Así se explica el desafortunado proceso a Galileo. De hecho, Galileo no sufrió ninguna pena física y el progreso científico no se interrumpió, pero el proceso puso de manifiesto que, tanto por parte de Galileo como de sus jueces, no se comprendía bien el método y el alcance de la nueva ciencia. Posteriormente, la situación fue cada vez peor; el mismo Newton, uno de los más grandes científicos de la historia, expuso en su principal obra unas reflexiones bastante confusas acerca del método científico, y en adelante, la ciencia progresó siempre mucho más deprisa que la comprensión de su significado y alcance.

Muchos piensan que las ciencias sólo proporcionan modelos que siempre están sujetos a cambios, sin llegar nunca a conclusiones verdaderas. A la vez, la ciencia experimental suele considerarse como el conocimiento más fiable que poseemos, porque sus modelos pueden someterse a control experimental y a demostraciones intersubjetivas que son independientes de las creencias personales. Al combinar estas ideas, se concluye que, si no podemos alcanzar verdades definitivas en las ciencias, que son consideradas como el mejor conocimiento de que disponemos, mucho menos se alcanzarán en otros ámbitos, como la filosofía y la religión, en los que influyen notablemente los factores personales y sociales.

Ante esta situación, algunos reaccionan criticando las pretensiones de la ciencia, para dejar terreno libre a la fe; subrayan, por ejemplo, que los conocimientos científicos siempre son conjeturales, y que sólo en la fe encontramos certezas. Sin embargo, este camino no parece ser el más apropiado. En efecto, la fe se apoya en la razón, y si se minusvalora la razón, es fácil que la fe quede también dañada. Sin duda, las ciencias no pueden resolver todos los problemas y es importante mostrar sus límites, pero esto nada tiene que ver con rebajar los verdaderos logros científicos y la capacidad racional que los hace posibles.

«La ciencia sirve a la verdad, y la verdad al hombre, y el hombre refleja como una imagen (cfr. Gen. I, 27) la Verdad eterna y trascendente que es Dios»

El sentido de la ciencia: la búsqueda de la verdad

El Papa Juan Pablo II subraya que el objetivo de la ciencia es la búsqueda de la verdad: «La investigación de la verdad es la tarea de la ciencia fundamental (…). La ciencia pura es un bien, digno de ser muy amado, ya que es conocimiento y, por tanto, perfección del hombre en su inteligencia. Incluso antes de sus aplicaciones técnicas, debe ser honrada por sí misma, como una parte integrante de la cultura. La ciencia fundamental es un bien universal, que todo pueblo debe poder cultivar en plena libertad con respecto a cualquier forma de servidumbre internacional o de colonialismo intelectual» *(3).

Se dice que un conocimiento es verdadero cuando expresa las cosas tal como son en la realidad. Por tanto, la verdad no puede ser objeto de manipulación, no depende de los gustos o intereses: las cosas son como son, y nuestro conocimiento sólo es verdadero si se ajusta a la realidad. Puede decirse, en consecuencia, que la verdad tiene sus derechos propios, y Juan Pablo II lo dice con palabras expresivas y claras, hablando en concreto de la verdad científica: «Al igual que todas las demás verdades, la verdad científica no tiene que rendir cuentas más que a sí misma y a la Verdad suprema que es Dios, creador del hombre y de todas las cosas» *(4).

La ciencia tiene un doble compromiso. Por una parte, el compromiso teórico de buscar la verdad: «La ciencia sirve a la verdad, y la verdad al hombre, y el hombre refleja como una imagen (cfr. Gen. I, 27) la Verdad eterna y trascendente que es Dios» *(5). Y por otra, el compromiso práctico de buscar, en sus aplicaciones, el servicio al hombre: «No hay ningún motivo para ver nuestra cultura técnica y científica como algo contrario al mundo creado por Dios. Es evidente que el conocimiento científico puede ser utilizado tanto para el bien como para el mal. Quien investiga sobre los efectos del veneno podrá emplear ese conocimiento bien para salvar o bien para matar. Pero debe estar perfectamente claro el punto de referencia al que debemos mirar para distinguir el bien del mal. La ciencia técnica, orientada a la transformación del mundo, se justifica por su servicio al hombre y a la humanidad» *(6). Además, el sentido práctico de las aplicaciones científicas no es ajeno a la verdad, porque el éxito de esas aplicaciones se fundamenta en la verdad del conocimiento teórico.

En definitiva, la verdad ocupa un lugar central en la vida humana, y la ciencia es un camino privilegiado para buscar y encontrar la verdad.

La verdad científica

Las dificultades de la verdad científica se comprenden si tenemos en cuenta que, en muchas ramas de la ciencia experimental, se utilizan modelos abstractos y conceptos matemáticos que no son una simple traducción o fotografía de la realidad. Además, el método experimental exige que se adopten estipulaciones que no vienen determinadas por la naturaleza misma de las cosas. A todo ello se debe añadir que, desde el punto de vista de la lógica, no siempre es fácil conseguir demostraciones concluyentes.

Sin embargo, en muchos casos se consiguen conocimientos verdaderos. Se trata, sin duda, de una verdad contextual y parcial, porque depende del lenguaje utilizado (los conceptos propios de cada teoría) y siempre está abierta a ulteriores precisiones. Pero esta verdad puede ser, a la vez, auténtica. En las ciencias encontramos una situación semejante a la que se da en otras áreas. Por ejemplo, el resultado de un encuentro deportivo es un hecho indudable, aunque muchos aspectos relacionados con el encuentro sean menos ciertos, opinables o muy difíciles de conocer; algo semejante sucede en las ciencias: los nuevos conocimientos solucionan unos problemas pero abren otros nuevos, y no conocemos todo con el mismo grado de certeza.

A veces, se supone que el conocimiento sólo sería verdadero si pudiésemos demostrar su verdad mediante la pura lógica y de modo absolutamente cierto. Pero podemos alcanzar muchos conocimientos auténticos mediante pruebas que, si bien no son demostraciones puramente lógicas, son, sin embargo, suficientemente convincentes. Que el conocimiento sea limitado, parcial y perfectible no significa que siempre sea hipotético o conjetural.

Cuando se insiste en el carácter conjetural del conocimiento, lo que con frecuencia se pretende es subrayar que se debe adoptar una actitud abierta a posteriores precisiones o rectificaciones, evitando un dogmatismo cerril que puede impedir el ulterior progreso. Pero esta actitud racional, siempre dispuesta a matizar qué es lo que verdaderamente sabemos y la forma de expresarlo, nada tiene que ver con una actitud crítica a ultranza que niega la posibilidad de alcanzar conocimientos verdaderos o de saber que los poseemos.