Según el Centro de Investigaciones Sociológicas (CIS), el principal motivo de los conflictos en las parejas españolas se debe al reparto de las tareas domésticas.
Tradicionalmente, las tareas del hogar han recaído sobre las mujeres y no cambiarán las cosas mientras no se produzca una evolución conceptual decisiva que consiste en transformar el “repartir” por el “compartir”. El concepto de “reparto” es deudor de otro más antiguo, el de “división del trabajo”, que se sostiene gracias a una instancia externa que lo regula y lo controla: el Estado.
Por eso, en la familia, el reparto no surte el efecto deseado, pues resulta muy difícil establecer un mecanismo regulador extrínseco a ella. Por mucho que extienda sus tentáculos, el Estado no puede entrar hasta las entrañas de la familia sin destruirla. Puede legislar sobre aspectos de la vida familiar, algo necesario y conveniente; pero no puede llegar hasta la intimidad que la constituye.
La familia no es una empresa y sus miembros no son trabajadores o empleados. Se la puede definir, más bien, como una unidad de vida y de amor, y, como tal, imposible de reglamentar mediante leyes positivas. En cierto modo, es una “república independiente”, como rezaba el eslogan de una campaña publicitaria de cierta multinacional, o, si se quiere, una embajada de un estado extranjero en otro. Esa es la razón de que a la familia no le quede otro remedio que autorregularse en muchos aspectos como es el de la distribución de las tareas domésticas.
La escoba de la ley no llega a los rincones, por eso, por mucho que se legisle, siempre pueden quedar actitudes que demuestran que los conceptos no se imponen. Son sintomáticas algunas expresiones de hombres considerados “colaboradores del hogar”. Cuando dicen cosas como: “¿Quieres que te ayude a hacer la cama?”, “¿Te paso el aspirador al salón?”, “¿Te friego los platos?”, siguen pensando que esas son tareas que les pertenecen a las mujeres. Y así lo muestran también ellas cuando comentan: “A mí mi marido me ayuda mucho con los niños”, “Últimamente ha comenzado a echarme una mano en las tareas de casa”, “Hoy, sin ir más lejos, me ha hecho la compra y todo”. Parece que todavía las tareas del hogar se conjugan para los hombres en segunda persona y para las mujeres en primera.
Para conjugarlas o conciliarlas de otra manera no basta con la fuerza de la ley, hace falta, como ya hemos dicho, un cambio conceptual. La fuerza de la ley no hace sino reforzar la idea que quiere superar, es decir, convierte las “labores del hogar” en una “profesión femenina”, sujeta a los derechos derivados de la división del trabajo.
Las tareas domésticas no dejarán de ser motivo de conflictos entre las parejas mientras no cambiemos el prefijo del verbo repartir para compartir no sólo los trabajos del hogar sino todo lo que tenemos en común. Cuando repartimos, distribuimos; cuando compartimos, participamos y nos implicamos. “Yo plancho y tú cocinas”, si lo hacemos porque así nos lo hemos repartido, tarde o temprano acabará detonando el fulminante de algún conflicto; si lo hacemos porque compartimos nuestra vida, el “yo” que plancha y el “tú” que cocina es un “nosotros”.
Además, para repartir hay que partir, para compartir, no.