¡No quejarse!La verdad es que nos quejamos demasiado y conste que esto no es una queja. Gastamos demasiada energía en lamentos, reproches y protestas porque nos parece que de esa forma quedamos justificados. Pero el derecho a la pataleta sirve, como mucho, para desahogarnos, aunque no consigue otra cosa que gastar energía en algo totalmente inútil. La queja, esa que articulamos de manera automática porque hace calor o hace frío, porque brilla el sol o llueve (los italianos exclaman: “Piove, porco governo!”), porque tenemos que ir o venir, porque el sistema va lento o se nos ha acabado la batería del móvil, porque es lunes o es martes, porque llega tarde algún tren o alguien ha llegado demasiado pronto, etc., etc., esa queja, que se nos ha pegado como una muletilla, tiene todos los ingredientes para ponernos de mal humor, para agriar nuestro carácter y para hacernos, en fin, desdichados.
¿Y si no nos quejáramos tanto? ¿Qué pasaría? Probablemente no nos reconoceríamos a nosotros mismos. ¿Y qué más? Eso quiso saber la batería del grupo americano de rock alternativo Black Rebel Motorcycle Club (BRMC), Leah Shapiro, quien junto a mil personas más se comprometieron a estar un mes entero sin quejarse. El proyecto de control de quejas (Complaint Restraint Project) dio resultado: las personas que lograron desterrar las quejas echaron fuera de su mente los pensamientos negativos, con lo que, afirman, fueron más felices.
Estar un mes sin quejarse, aunque sea febrero (durante el que se hizo el experimento), no es nada fácil, porque, sin darnos cuenta, hemos hecho de la queja un hábito fuertemente arraigado que nos aporta algunos beneficios, como mantenernos en guardia ante las amenazas, pero que también nos puede pasar cuenta con un excesivo estrés. El quejarse tiene un efecto semejante al de un cigarrillo para el fumador: parece que le tranquiliza porque parte de un estado de estrés generado por el mismo hecho de fumar o de quejarse.
Probemos, no un mes, sino un solo día sin quejarnos y nos daremos cuenta, en primer lugar, de lo difícil que es, y, después, de los beneficios que comporta. Quizá lo primero que notemos sea que no hay conversación que no se sostenga a base de quejas y más quejas, casi todas totalmente inocuas y estructurales, pero que contaminan el ambiente y que nos hacen ser quejicas pasivos, como somos fumadores pasivos si compartimos habitación con quien fuma.
Los creadores del proyecto de control de quejas propusieron algunas acciones para poder estar un mes sin quejarse, recomendaciones que podríamos poner en práctica:
Definir queja. No es una observación sobre la realidad (“hace frío”), sino un comentario que nos hace sentirnos superados por esa realidad que no podemos cambiar (“odio el frío, no se puede salir de casa”). Es bueno que enseñemos a nuestros hijos a hacer esta diferencia.
Hacer un listado de las cosas de las que nos quejamos y la frecuencia con que lo hacemos. Así seremos conscientes de si somos unos quejicas o no. Si lo somos, no nos extrañe que nuestros hijos se quejen.
Huir de los quejicas. La queja es un tóxico. Evitemos a las personas que están todo el día quejándose, de lo contrario acabaremos siendo, como mínimo, quejicas pasivos.
Traduzcamos las quejas en soluciones. Si hace frío, abriguémonos más. Enseñemos a usar las quejas efectivas, es decir, que cada queja vaya acompañada de una solución.
Usemos el “pero” positivo. Si no podemos evitar quejarnos, si se nos escapa una queja, añadamos enseguida un “pero” que neutralice lo negativo. “Odio la lentejas, pero tienen mucho hierro”.
Cambiemos el “tengo que” por el “voy a”. En vez de “tengo que sacar la basura”, “voy a sacar la basura”; en vez de “tengo que hacer los deberes”, “voy a hacer los deberes”. De ese modo, eliminamos una obligación y la transformamos en disposición para la acción.
Leah Shapiro consiguió estar un mes sin quejarse. Según confiesa, valió la pena: aumentó su productividad y fue más feliz. ¿Seríamos capaces de estar un mes sin quejarnos?