Un niño que es Dios.-Feliz Navidad: Temasclaros

Jesús nació en una gruta de Belén, dice la Escritura, “porque no hubo lugar para ellos en el mesón” (Lc. 2, 7). Se calcula que Belén fue fundada por los cananeos hacia el año 3.000 antes de Cristo. Es mencionada en algunas cartas enviadas por el gobernador egipcio de Palestina al faraón, en torno al año 1.350 a. C. Después, la conquistaron los filisteos. En la Sagrada Escritura, se alude por primera vez a Belén – que por entonces se llamaba también Éfrata: la fértil– en el libro del Génesis, cuando se relata la muerte y sepultura de Raquel, la segunda esposa del patriarca Jacob: Raquel murió y fue sepultada en el camino de Éfrata, es decir, de Belén (Lc. 2, 7). 
Más adelante, cuando se hizo el reparto de las tierras entre las tribus del pueblo elegido, Belén quedó asignada a la de Judá y fue cuna de David, el pastorcillo –hijo menor de una familia numerosa– elegido por Dios como segundo rey de Israel. A partir de entonces, Belén quedó unida a la dinastía davídica, y el profeta Miqueas anunció que allí, en esa pequeña localidad, nacería el Mesías:
Pero tú, Belén Éfrata, aunque tan pequeña entre los clanes de Judá, de ti me saldrá el que ha de ser dominador en Israel; sus orígenes son muy antiguos, de días remotos. Por eso Él los entregará hasta el tiempo en que dé a luz la que ha de dar a luz. Entonces, el resto de sus hermanos volverá junto a los hijos de Israel. Él estará firme, y apacentará con la fuerza del Señor, con la majestad del Nombre del Señor, su Dios; y ellos podrán reposar, porque entonces él será grande hasta los confines de la tierra (Mi 5, 1-3).
En este texto encontramos varios elementos relacionados con las profecías mesiánicas de Isaías (Cfr. Is 7, 14; 9, 5-6; 11, 1-4.) y también con otros pasajes de la Escritura en los que se anuncia un futuro descendiente de David (Cfr. 2 S 7, 12; 12-16; Sal 89, 4). La tradición judía vio en las palabras de Miqueas un vaticinio sobre la llegada del Mesías, como ha quedado reflejado en varios lugares del Talmud(Cfr. Pesajim 51, 1 y Nedarim 39, 2). También san Juan, en su Evangelio, se hace eco de cuál era la opinión dominante entre los judíos del tiempo de Jesús acerca de la procedencia del Mesías: ¿no dice la Escritura que el Cristo viene de la descendencia de David y de Belén, la aldea de donde era David? ( Jn 7, 42).
Pero es en el Evangelio de san Mateo donde se cita explícitamente la profecía de Miqueas, cuando Herodes reúne a los sacerdotes y escribas para preguntarles dónde había de nacer el Mesías: en Belén de Judá –le dijeron–, pues así está escrito por medio del Profeta: Y tú, Belén, tierra de Judá, ciertamente no eres la menor entre las principales ciudades de Judá; pues de ti saldrá un jefe que apacentará a mi pueblo, Israel ( Mt 2, 5-6.).
Nace Dios en Belén. A comienzos del siglo I, Belén era una aldea que no contaría con más de un millar de habitantes. La formaban un reducido conjunto de casas diseminadas por la ladera de una loma y protegidas por una muralla que estaría en malas condiciones de conservación, o incluso desmoronada en buena parte, ya que había sido construida casi mil años antes. Sus habitantes vivían de la agricultura y la ganadería. Tenía buenos campos de trigo y cebada en el extenso llano al pie de la loma: tal vez a estos cultivos se debe el nombre de Bet-Léjem, que en hebreo significa “Casa del pan”. En los campos más cercanos al desierto, pastaban además rebaños de ovejas.
La pequeña aldea de Belén siguió contando los días de su monótona existencia agrícola y provinciana hasta que acaeció el inaudito acontecimiento que la haría famosa para siempre en el mundo entero. San Lucas lo relata con sencillez: “En aquellos días se promulgó un edicto de César Augusto, para que se empadronase todo el mundo. Este primer empadronamiento fue hecho cuando Quirino era gobernador de Siria. Todos iban a inscribirse, cada uno a su ciudad. José, como era de la casa y familia de David, subió desde Nazaret, ciudad de Galilea, a la ciudad de David llamada Belén, en Judea, para empadronarse con María, su esposa, que estaba encinta” (Lc 2, 1-5).
Unos ciento cincuenta kilómetros separaban Nazaret de Belén. El viaje resultaría especialmente duro para María, en el estado en que se encontraba. Las casas de Belén eran humildes y, como en otros lugares de Palestina, los vecinos aprovechaban las cuevas naturales como almacenes y establos, o bien las excavaban en la ladera. En una de estas grutas, nació Jesús: “Y sucedió que, estando allí, le llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había lugar para ellos en el aposento” (Lc 2, 6-7).
Un Niño que es Dios. La Providencia de Dios había dispuesto los acontecimientos para que Jesús –el Verbo hecho carne, el Rey del mundo y el Señor de la historia– naciera rodeado de una pobreza total. Ni siquiera pudo gozar del mínimo de comodidades que una familia humilde podría haber preparado con afecto para el nacimiento de su hijo primogénito: solamente contó con unos pañales y un pesebre.

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