A veces, en vez de tirar abajo un edificio para construir otro más moderno, se conserva la fachada, por su valor artístico o histórico, y se vacía todo lo demás. Algo así ha ido ocurriendo con los cambios en el matrimonio legal, uno de cuyos últimos episodios es la decisión del Tribunal Supremo de EE.UU. de imponer la legalización del matrimonio gay a todos los estados, independientemente de lo que hubieran decidido antes en referéndum o en sus parlamentos.
La fachada se mantiene. En la sentencia escrita en nombre de la mayoría, el juez Anthony Kennedy hace incluso un canto al matrimonio: “Ninguna unión es más profunda que el matrimonio, porque encarna los más altos ideales de amor, fidelidad, devoción, sacrificio y familia. Al formar una unión matrimonial dos personas se convierten en algo más grande de lo que eran antes. Como demuestran algunos de los peticionarios en estos casos, el matrimonio encarna un amor que puede durar incluso más allá de la muerte. Sería malinterpretar a estos hombres y mujeres decir que no respetan la idea de matrimonio. Su petición demuestra que lo respetan, lo respetan tan profundamente que lo buscan para completarse a sí mismos. Su esperanza es no ser condenados a vivir en soledad, excluidos de una de las instituciones más antiguas de la civilización. Piden igual dignidad ante la ley. La Constitución les confiere este derecho”.
Se confirma que cuanto más débiles son los argumentos jurídicos, más tienden los jueces a abandonarse a los arrobos líricos. Ninguna ley actual obligaba a estas parejas a separarse, ni a vivir en soledad, ni les impedía amarse “hasta más allá de la muerte” (el matrimonio clásico se conformaba con el “hasta que la muerte nos separe”). Tampoco puede decirse que el hecho de convivir sin casarse desacredite hoy socialmente a una pareja o la condene a la clandestinidad.
Pero si el matrimonio es una de las instituciones más antiguas, es inevitable preguntarse por qué en toda civilización, cultura o religión de cualquier época ha sido concebido siempre como una unión entre hombre y mujer, y solo al comienzo del siglo XXI se ha “descubierto” en algunas sociedades que el sexo de los contrayentes no importa, y que el matrimonio no tiene nada que ver con la procreación.
En realidad, no es que la institución del matrimonio se abra ahora a las parejas del mismo sexo; más bien se transforma una institución milenaria para satisfacer los deseos de reconocimiento social de estas parejas. Como escribe el juez Roberts en su voto particular, el Tribunal “ordena la transformación de una institución social que ha sido la base de la sociedad humana durante milenios, desde los bosquimanos del Kalahari y los chinos de la etnia han, los cartaginenses y los aztecas. ¿Quiénes nos creemos que somos?”. La dictadura del relativismo revela aquí su hibris legislativa al servicio del orgullo de una particular minoría sexual.
Transformar una institución
Esta transformación del matrimonio implica difuminar sus elementos naturales y sus fines objetivos para consagrar como aspecto clave la relación afectiva entre adultos. La distinción de sexos no importaría, mientras hubiera amor y compromiso. Pero la realidad es que ningún Estado ha exigido nunca –ni va a exigir ahora– que los que se casan estén enamorados.
Pero si el afecto y el deseo sexual entre adultos bastan para fundamentar un derecho al matrimonio, no se ve por qué hay que limitarlo a la unión entre dos personas; la poligamia –mucho más tradicional dentro de esta institución milenaria– y las uniones de grupo podrían también encontrar su sitio en esta nueva idea del matrimonio, ya que no hay razón para excluir que varios adultos, heterosexuales u homosexuales, no pueden compartir afecto y compromiso, o que no sean capaces por ese motivo de ocuparse de unos hijos en común. Quizá también esto va calando en la opinión, ya que según la última encuesta Gallup sobre valores en EE.UU., el porcentaje de la población que considera aceptable la poligamia ha pasado del 7% en 2001 al 16% actual.
Con el abandono de la heterosexualidad, la piqueta ha entrado más a fondo que nunca en el edificio del matrimonio. Hasta el punto que algunos empiezan ya a cuestionarse qué sentido tiene que el Estado regule el matrimonio como una institución. Si se trata de una relación afectiva privada, sometida a los vaivenes del sentimiento, y abierta a las diversas preferencias sexuales, ¿por qué encapsularla en un marco legal común? Hasta hace no mucho la postura progresista en materia afectiva era el amor libre, la unión sin papeles. Los propios homosexuales exigían que la sociedad respetara el ejercicio de una sexualidad distinta, y consideraban el matrimonio y la constitución de una familia como algo ajeno a su estilo de vida. Solo ahora que el movimiento gay se ha aburguesado, busca un plus de respetabilidad a través de una institución tan convencional como el matrimonio.
Pero la fachada del matrimonio legal cobija hoy uniones diversas que tienen poco que ver con el sentido natural de la unión conyugal. Como ha escrito el jurista Pedro-Juan Viladrich, “dado que el contenido legal de esas uniones es diversísimo y contradictorio, y su único punto común es la formalidad de ‘pasarse por la ventanilla de la ley’, el matrimonio queda convertido en una palabra que no significa otra cosa que ‘una formalidad legal y social convencional’, carente de contenido preciso, concreto y estricto”. A este estado de cosas lo calificaba Viladrich como “agonía del casamiento legal”. Por eso señalaba también que “la resurrección del prestigio del matrimonio no puede venir más que del redescubrimiento del matrimonio natural o real”.
El matrimonio y el derecho a casarse son realidades naturales, cuya esencia y propiedades son fijadas por la naturaleza humana. El legislador solo entra después, al ordenar el ejercicio de ese derecho al matrimonio. Pero cuando el legislador o los jueces derriban los muros maestros de la casa, es más importante que los propios contrayentes edifiquen su matrimonio conforme al proyecto original y con materiales sólidos.