Esta mañana he hablado sobre la situación económica internacional y española en el marco del Encuentro de Automoción que tiene lugar cada año en el IESE, en Barcelona. Dejando de lado la parte descriptiva (recesión, paro, endeudamiento, saldo exterior, déficit público, situación de los bancos,…) y explicativa (crisis de la burbuja, de la deuda soberana, financiera, etc.), he puesto énfasis en la necesidad de tomarnos muy en serio la necesidad de cambiar el modelo económico con el que operamos. Y no me refiero a lo abandonar el ladrillo, que eso ya está hecho, sino a la necesidad urgente de cambiar los condicionantes institucionales, legales y organizativos de nuestra economía.
Tenemos un mercado de trabajo vergonzoso. La tasa de paro del 25% no es la consecuencia de una recesión que, sumando todas las caídas del PIB desde 2008 no llega al 7%. Se debe a unas estructuras laborales obsoletas, injustas, inadecuadas y perjudiciales, que podían tener sentido cuando murió Franco (no lo tenían, pero al menos se justificaban por la paz social), pero no en el siglo XXI, en una economía en una crisis grave, que no puede hacer frente a sus deudas frente al exterior y que no es capaz de asegurar a sus jóvenes un futuro mínimamente prometedor. Y eso es culpa de todos. Primero, de los gobiernos, del presente y de los pasados, que no han hecho gran cosa para solucionarlo. Segundo, de los sindicatos, que defienden sus intereses particulares y, en todo caso, los de los trabajadores con contrato indefinido y en ciertos sectores protegidos, a costa del bienestar de todos los demás. Tercero, de las empresas, que no tienen ningún interés en pelearse por un mercado de trabajo eficiente, y se limitan a pedir aumentos de productividad (o sea, la reducción de sus costes laborales unitarios), sin atender a lo que pasa a su alrededor. Y luego de todos nosotros, de la sociedad, que se queja porque le hacen pagar un euro por receta y no es capaz de salir a la calle a clamar contra un mercado de trabajo tercermundista, ineficiente e injusto.
Tenemos un modelo fiscal hecho de retales: hoy subo un impuesto, mañana bajo otro, que ha ido perdiendo su función recaudadora, su neutralidad y su contribución a la eficiencia económica. Tenemos un sistema educativo de pena, con resultados peores que los de casi todo el mundo civilizado, otra vez porque la desidia de los políticos, la coacción de los sindicatos y la apatía de la sociedad. Necesitamos urgentemente una reforma de los mecanismos de incentivación a la eficiencia, la innovación, la internacionalización y el crecimiento. Tenemos una estructura y un nivel de gasto público insostenibles e ineficientes, y una función pública que no se compagina con lo que debe hacer un Estado avanzado. Tenemos un sistema de partidos políticos propenso a la corrupción, clientelista, ineficiente, que invade a la sociedad civil y la bloquea. Tenemos un sistema de pensiones que avanza, rápida y eficientemente, hacia un colapso, y al que no nos atrevemos a poner un remedio duradero (que los hay, como muestra el ejemplo de otros países). Tenemos una formación profesional poco útil, incapaz de contribuir al crecimiento económico y a la generación de empleo,…
Somos expertos en pegar patadas a los problemas, dejando las soluciones para mañana. En quejarnos y no en trabajar para encontrar soluciones. En defender nuestros cocidos particulares, y en echarle la culpa a otros. Tenemos muchos detalles de altruismo y generosidad privados, pero, cuando se trata de los problemas sociales, pedimos que sea el Estado el que los resuelva. ¿Hasta cuándo?
Blog Antonio Argandoña.Profesor del IESE