Por Rafael Navarro-Valls.-MADRID, martes 3 julio 2012 (ZENIT.org).-
Varias noticias recientes han proyectado de nuevo sus focos sobre el matrimonio entre personas del mismo sexo. Selecciono algunas.
El presidente Obama hace una declaración apoyando el matrimonio entre homosexuales. Su pronunciamiento lo hace un día antes de que se celebrara la cena ofrecida al mandatario afroamericano por el actor George Clooney en su casa de Los Angeles, a 40.000 dólares el cubierto. El resultado en dólares fue en torno a los 13 millones. No está mal. Casualmente, George Clooney es, junto a Brad Pitt, el máximo defensor y propagador de la idea del matrimonio gay. Se entiende que algunos medios hayan adelantado que la declaración de Obama fue una especie de quid pro quo. Prácticamente coincidiendo con la declaración presidencial, el Estado de Carolina del Norte votó a favor de incluir en su Constitución una enmienda que define el matrimonio como la unión exclusiva entre un hombre y una mujer. Se trata del Estado número 31 de Norteamérica que aprueba una declaración constitucional que veta los matrimonios entre personas del mismo sexo. Así, en los 32 referendos sobre el matrimonio gay, el ganador ha sido el matrimonio natural: venció en los 32. Lawrence Jacobs, director ejecutivo del Congreso Mundial de las Familias, precisa: “el matrimonio gay gana donde no se vota el tema. Más aún, a menudo la gente en las encuestas dice estar a favor del matrimonio del mismo sexo, pero luego, cuando vota, gana el matrimonio natural”.
De América a Europa
Si de América pasamos a Europa, la Iglesia anglicana de Inglaterra acaba de oponerse a la propuesta del Gobierno británico de legalizar los matrimonios homosexuales civiles, alegando que dañará los estrechos vínculos que mantiene con el Estado desde hace cinco siglos. Como es sabido, dicha propuesta es una promesa de campaña de los liberaldemócratas, socios minoritarios de la coalición gubernamental liderada por el primer ministro, David Cameron, que la ha hecho propia. En fin, el 3 de julio se cumplen 7 años desde la entrada en vigor en España de la reforma del Código Civil que autorizó los matrimonios entre personas del mismo sexo. Aunque el gobierno del presidente Zapatero llegó a hablar de más de 100.000 enlaces en dos años, la realidad es que hasta el día de hoy –si estamos a los datos proporcionados por el Instituto Nacional de Estadística– menos de una cuarta parte de los matrimonios pronosticados se han llevado a efecto. Es decir, unos 23.000. Como es sabido, la Ley fue aprobada por un estrecho margen de votos, los principales organismos jurídicos del país se mostraron muy reticentes (Consejo General del Poder Judicial, Consejo de Estado y Real Academia de Jurisprudencia y Legislación) y fue presentado un recurso de inconstitucionalidad contra la ley, aún no resuelto.
Dejando el apasionamiento tras la puerta, conviene reflexionar sobre las razones que hacen levantar la polémica siempre que en determinado habitat geográfico se plantea la introducción del llamado matrimonio gay.
Probablemente la primera es la que podríamos llamar “la naturaleza de las cosas”. Las instituciones jurídicas tienen una configuración que si admite modificaciones parciales se resisten al cambio radical de su estructura. La compraventa, por ejemplo, supone el cambio de cosa por precio y no es posible transmutarla en cambio de cosa por cosa, pues esa alteración invade los dominios de otra institución jurídica: la permuta. Tal vez por esa configuración natural de las instituciones el Tribunal de Derechos Humanos ha recordado reiteradamente que la Convención Europea de Derechos Humanos solamente garantiza como derecho fundamental el matrimonio entre un hombre y una mujer. De ahí que ningún estado venga obligado a regular un matrimonio distinto del heterosexual.
La garantía constitucional de las instituciones
En España este argumento se ha trasladado a lo que se llama la “garantía constitucional”, que configura desde la perspectiva de la Constitución un modelo de matrimonio basado en el principio heterosexual, esto es, en la unión de un hombre y una mujer. Desde esta perspectiva, la garantía institucional así entendida parece no compatible con normas que tuvieran por objeto vaciarla de contenido propio o desnaturalizarla, creando figuras que sustancialmente prescindan de los perfiles básicos que le son propios. En otros términos, la existencia de una garantía institucional del matrimonio determina –como autorizadamente se ha dicho- la dudosa constitucionalidad de las eventuales normas que, sin hacerlo desaparecer, desvirtúen, tergiversen o desnaturalicen su contenido predeterminado por la Constitución. Se explica así la tacha de inconstitucionalidad presentada contra la ley de 2005 española, que cambia radicalmente la estructura del matrimonio natural.
La Declaración de Westminster sobre el matrimonio, firmada por una Plataforma de más de 70.000 personas, que incluye personalidades de un amplio espectro, contiene un elenco de razones –fríamente expresadas, al estilo anglosajón- que hacen social y jurídicamente discutible la legalización del matrimonio entre personas del mismo sexo. Para los firmantes, el matrimonio es la única relación biológicamente complementaria. La única unión legal que puede conducir de manera natural a la procreación. El hecho de que haya una vinculación natural entre intimidad sexual y procreación es lo que hace al matrimonio distinto y diferente. Redefinir su estructura socavaría esa diferenciación e incurriría en el riesgo de normalizar la instrumentalización tecnológica de la reproducción, incrementando el número de familias en las que existe una confusión de la identidad biológica, social, y familiar.
Igualdad y no discriminación
En fin, la razonable sensibilidad contemporánea hacia la igualdad ha llevado a cargar la mano en el tema de la discriminación que supuestamente implica el matrimonio heterosexual. Es un argumento más emotivo que reflexivo. En realidad, los homosexuales tienen acceso al matrimonio al igual que los heterosexuales. Nada impide a un varón homosexual contraer matrimonio con una mujer, homo o heterosexual. O viceversa. De hecho matrimonios con estas características se celebran cada día en el mundo.
Redefinir el matrimonio para hacerlo accesible a personas del mismo sexo, supone pensar que las limitaciones insertas en todo derecho fundamental (en este caso, el ius connubii, el derecho a contraer matrimonio) son discriminatorias. Esto desconocería las características del orden jurídico. La intersubjetividad a que toda persona está abocada –esto es, el Derecho- no es limitación de su esencia, sino parte de ella misma. El orden jurídico tutela a la persona desde la base de la interpersonalidad, no simplemente desde su individualidad. Quiero decir, que las limitaciones del ius connubii –siempre que sean razonables– son exigencias de la persona humana en relación con la propia unión conyugal. De otro modo, los impedimentos matrimoniales existentes en todas las legislaciones del mundo serían discriminatorios. Lo sería, por ejemplo, la prohibición de contraer matrimonio entre parientes cercanos (padres e hijos, hermanos etc) o la de no poder contraer matrimonio las personas menores de una determinada edad.
Ya comprendo que la frialdad del razonamiento jurídico pueda contrastar con la corriente emotiva que se oculta en la cuestión, pero la realidad es que la transformación de las relaciones familiares solamente en refugios asistenciales o sexuales choca con el modelo matrimonial. Este no pretende exclusivamente la tutela de simples relaciones asistenciales, amicales o sexuales, lo que persigue, además, es un estilo de vida que asegure la estabilidad social y el recambio de las generaciones. Tal vez esta sea una de las razones que justifican que hoy, de 192 países representados en la ONU, solamente once reconozcan el matrimonio entre personas del mismo sexo.