Los jóvenes y la diversión: gestionar el tiempo libre
A veces, el entendimiento entre padres e hijos adolescentes no es fácil. El problema es antiguo, aunque quizá puede plantearse ahora con más frecuencia o de forma más aguda, por la rápida evolución que caracteriza a la sociedad actual. En ocasiones, el problema aparece al abordarse el uso del tiempo libre durante los fines de semana y en horarios nocturnos.
A veces, el entendimiento entre padres e hijos adolescentes no es fácil. El problema es antiguo, aunque quizá puede plantearse ahora con más frecuencia o de forma más aguda, por la rápida evolución que caracteriza a la sociedad actual. En ocasiones, el problema aparece al abordarse el uso del tiempo libre durante los fines de semana y en horarios nocturnos.
LA ACTITUD DE LOS PADRES
Las diversiones nocturnas preocupan cada vez más a muchos padres. Es el tiempo preferido por los jóvenes para el descanso y la diversión, constituye un negocio que ofrece múltiples posibilidades –en ocasiones, no exentas de riesgos para la salud– y mueve mucho dinero. Bastantes padres coinciden en que resulta difícil mantener la paz y la disciplina en casa al tratar este tema: las discusiones por el horario de las salidas del fin de semana pueden degenerar en batalla, y no resulta fácil encontrar argumentos convincentes para mantener una hora razonable de vuelta a casa; como consecuencia, la autoridad paterna puede debilitarse. Ante este panorama, algunos padres buscan aumentar el control sobre sus hijos; pero no tardan en comprobar que esta no es la solución. Controlar no es educar.
Los hijos, al llegar a la adolescencia, reclaman con gran fuerza unas cuotas de libertad que a veces no son capaces de manejar con equilibrio. Esto no significa que haya que privarles de la autonomía que les corresponde; se trata de algo más difícil: es preciso enseñarles a administrar su libertad responsablemente, que aprendan a dar razón de lo que hacen. Sólo entonces serán capaces de lograr un ensanchamiento de miras que les permita aspirar a objetivos más altos que la mera diversión a toda costa. Por eso precisamente, educar a los hijos en libertad significa que los padres en ocasiones han de establecer límites a sus hijos e impedir con firmeza que los sobrepasen. Los jóvenes aprenden a vivir en sociedad y a ser verdaderamente libres, aprendiendo el sentido de esas reglas, y explicándoles claramente que hay puntos –deberes– “no negociables”.
Es posible y no ha de sorprender que surjan conflictos de obediencia en unos años en los que se forma de modo especial el carácter y la voluntad, y se afianza la propia personalidad. A un padre portugués que refería una dificultad de ese tipo con uno de sus hijos, San Josemaría le contestó: Vamos a ser sinceros: el que no haya dado guerra a sus padres –repito, y lo mismo digo a las señoras– que levante la mano; ¿quién se atreve a hacerlo? Es justo que tus hijos también te hagan sufrir un poco[1]. En todo caso, es importante hacerles entender que los derechos que tantas veces reivindican –justamente, por otra parte, en muchos casos–, van precedidos y acompañados del cumplimiento de los deberes que les corresponden.
CONVERSAR, COMPRENDER Y ENSEÑAR
Cuando se ha cultivado la confianza con los hijos desde su infancia, el diálogo con ellos sale natural.
La educación de los jóvenes, principalmente en lo que refiere a la diversión, requiere dedicarles tiempo, atención, hablar con ellos. En el diálogo, abierto y sincero, afectuoso e inteligente, el alma descubre la verdad de sí misma. Se podría decir que la persona humana se “constituye” a través del diálogo; también por eso, la familia es el lugar privilegiado en el que el hombre aprende a relacionarse con los demás y a comprenderse a sí mismo. En ella se experimenta qué significa amar y ser amado, y ese ambiente genera confianza. Y la confianza es el clima donde se aprende a querer, a ser libre, a saber respetar la libertad del otro y a valorar el carácter positivo de las obligaciones que se tienen respecto a los demás. Sin confianza, la libertad crece raquítica.
Ese ambiente de serenidad permite que los padres puedan hablar con sus hijos de una forma abierta sobre el modo en que emplean el tiempo libre, manteniendo siempre un tono de interés verdadero, eludiendo la confrontación, o el crear situaciones incómodas frente al resto de la familia. Evitarán así abandonarse a la retórica del “sermón” –que resulta poco eficaz–, o a una especie de interrogatorio –habitualmente desagradable–, a la vez que siembran «los criterios de juicio, los valores determinantes, los puntos de interés, las líneas de pensamiento, las fuentes inspiradoras y los modelos de vida»[2], que permiten fundar una vida plena. No faltarán ocasiones que permitan reforzar las buenas conductas; y poco a poco conocerán en qué ambientes se mueve cada uno de sus hijos, y cómo son sus amigos.
Cuando se ha cultivado la confianza con los hijos desde su infancia, el diálogo con ellos sale natural. El ambiente familiar invita a entablarlo, incluso cuando no haya acuerdo sobre algunas cuestiones, y resulta normal que el padre o la madre se preocupe por las cosas del hijo o de la hija. Es oportuno recordar las palabras de san Josemaría: dedicar un tiempo a la familia es el mejor negocio. Tiempo cuantitativo, hecho de presencia, aprovechando –por ejemplo– las comidas; y tiempo cualitativo, interior, hecho de momentos de intimidad, que ayudan a crear armonía entre los componentes de la casa. Dar tiempo a los hijos desde pequeños facilita, en la adolescencia, mantener conversaciones de cierta hondura.
Sin duda, es preferible anticipar dos años las soluciones que querer resolver los problemas un día después: si se han educado las virtudes de los hijos desde pequeños, si estos han experimentado la cercanía de sus padres, resulta más sencillo ayudarles cuando se presentan los desafíos de la adolescencia. Sin embargo, no faltan padres que piensan que “no han llegado a tiempo”. Con independencia de las causas, no consiguen proponer un diálogo constructivo o que los hijos acepten ciertas normas. ¿Y si esto sucediera y se cayera en el desánimo? Es el momento de recordar que la labor de ser padres no tiene fecha de caducidad, y convencerse de que ninguna palabra, gesto de cariño o esfuerzo, orientado a ese fin –la educación de los hijos–, caerá en saco roto. Todos –padres e hijos– queremos y necesitamos segundas, terceras y más oportunidades. Se podría decir que la paciencia es un derecho y un deber de cada miembro de la familia: que los demás tengan paciencia con los defectos de uno; que uno tenga paciencia con los de los demás.
Para introducir en la familia una cultura inspirada por la fe no basta, sin embargo, el diálogo. Es también importante consagrar tiempo a la vida de familia, planificando actividades que se pueden hacer juntos durante los fines de semana y las vacaciones.
A veces se tratará, por ejemplo, de practicar algún deporte con los hijos; otras, de organizar excursiones y fiestas con otras familias, o de implicarse en actividades –culturales, deportivas, artísticas, de voluntariado– organizadas por centros de formación, como son los clubes juveniles. No se trata de darles todo resuelto, sino de fomentar la iniciativa de los hijos, teniendo en cuenta sus preferencias. San Josemaría nos estimulaba a trabajar más en este campo, tan importante para nuestra sociedad: Urge recristianizar las fiestas y costumbres populares. Urge evitar que los espectáculos públicos se vean en esta disyuntiva: o ñoños o paganos[3].
CORTOS DE DINERO
Pasear por un centro comercial, comprar alguna prenda de moda, cenar en un restaurante de comida rápida e ir al cine es un itinerario de actividades muy habitual entre los jóvenes de hoy. La oferta de ocio está dominada actualmente por la lógica del consumo. Si ese modo de divertirse se convierte en habitual, es fácil que fomente hábitos individualistas, pasivos, poco participativos y nada solidarios. Las industrias de la diversión y el descanso corren el peligro de limitar la libertad individual y deshumanizar a las personas, mediante «manifestaciones degradantes y la vulgar manipulación de la sexualidad hoy tan preponderante»[4]. En realidad, este fenómeno es totalmente contrario a la esencia del ocio, que es precisamente un tiempo liberador y enriquecedor para la persona.
Resulta muy aconsejable no dar a los hijos muchos medios económicos, enseñándoles el valor del dinero y a ganarlo por sí mismos. San Josemaría fue educado por sus padres de un modo profundamente cristiano, respetando su libertad y enseñándole a administrarla. Nunca me imponían su voluntad–comentó en ocasiones–. Me tenían corto de dinero, cortísimo, pero libre[5]. Hoy en día, es relativamente fácil que los jóvenes trabajen, por lo menos parte de sus vacaciones. Conviene animarles a que lo hagan, pero no solo por ganar dinero para sus diversiones, sino también para poder contribuir a las necesidades de la familia o ayudar al prójimo.
No hay que olvidar que en muchísimos jóvenes laten con fuerza ideales por los que son capaces de entusiasmarse. Tener amigos es ser generoso, compartir. Los jóvenes se vuelcan con sus amistades y muchas veces no han tenido ocasión de descubrir que Jesús es el Gran Amigo. El beato Juan Pablo II al final de la XV Jornada Mundial de la Juventud explicó: «Él nos ama a cada uno de nosotros de un modo personal y único en la vida concreta de cada día: en la familia, entre los amigos, en el estudio y en el trabajo, en el descanso y en la diversión». Y añadía que nuestra sociedad consumista y hedonista tiene necesidad urgente de un testimonio de disponibilidad y sacrificio por los demás: «De él necesitan más que nunca los jóvenes, tentados a menudo por los espejismos de una vida fácil y cómoda, por la droga y el hedonismo, que llevan después a la espiral de la desesperación, del sin sentido, de la violencia»[6].
Formar a los hijos en el ocio y el tiempo libre supone un verdadero reto para los padres, una labor exigente que, como todas las tareas hechas por amor, resulta preciosa. Quizá, en determinados momentos, a algunos padres les puede parecer que la situación les supera. Merece la pena recordar entonces que todos los esfuerzos realizados en esta dirección –la formación de los hijos– no solo redundan en el bien de los hijos, sino que además agradan a Dios. La educación forma parte de la tarea que el Señor ha confiado a los padres, y nadie puede sustituirles en ella. Benedicto XVI explicaba que, en su ambiente familiar, los padres, por el sacerdocio común de todos los bautizados, pueden ejercer «la carga sacerdotal de pastores y guías cuando forman cristianamente a sus hijos»[7]. Vale la pena afrontar siempre esta tarea con valentía y con un optimismo lleno de esperanza.
J. Nubiola, J.M. Martín
Notas
[1] San Josemaría, Encuentro en Enxomil con fieles del Opus Dei y amigos (Oporto), 31.X.1972.
[2] Pablo VI, Exhort. apost. Evangelii nuntiandi, 8-XII-1975, n. 19
[3] San Josemaría, Camino, n. 975.
[4] Benedicto XVI, Discurso durante el encuentro con los obispos de Estados Unidos, 16-IV-2008.
[5] San Josemaría, Apuntes tomados en una meditación, 14-II-1964.
[6] Beato Juan Pablo II, Homilía en la Santa Misa de clausura de la Jornada Mundial de la Juventud, 20-VIII-2000.