«Cuentan que el demonio merodeaba por los barrios con el fin de dividir y arruinar a las familias. Haciéndose pasar por un peregrino cansado, entraba en los hogares y se las ingeniaba para hacer ver a la mujer que el marido la trataba como una esclava, mientras él charlaba tranquilamente con el huésped o cosas por el estilo… y hacía estallar una rabiosa discusión.
Pero un día, en una casa, todos sus intentos fracasaron.
Exasperado y furioso, fue él quien entonces explotó:
“¿Pero vosotros no discutís nunca?”.
“No. Desde el primer día hicimos el pacto de fijarnos solo en los propios defectos y en los méritos o cualidades del cónyuge”».
Sí, es una fábula, pero con resultados fabulosos.
Desde el primer día hicimos el pacto de fijarnos solo en los propios defectos y en los méritos o cualidades del cónyuge.
¿Por qué?
No nos cuesta demasiado —¡demasiado!, porque costarnos sí que nos cuesta— aceptar los defectos de los hijos, sobre todo de los más pequeños.
Muy, muy poco, casi nada, los de los nietos.
Y, sin embargo, ni por asomo permitimos al cónyuge lo que estamos dispuestos a tolerar al jefe, al cliente, al compañero o la compañera de trabajo, a un buen amigo.
A tolerarlo e incluso a tomárnoslo como una broma… ¡simpática!
Parece como si al cónyuge tuviéramos derecho a exigirle lo que no pedimos a nadie más.
Exigimos a nuestro cónyuge lo que no pedimos a nadie más.