En todos los continentes hay populismos de izquierdas y de derechas; algunos llegan al poder y otros aspiran a él. A menudo la palabra se utiliza como arma arrojadiza para desautorizar una política, también cuando los que la proponen no son populistas, porque el populismo es no solo un movimiento, sino también una estrategia, que acaban practicando todos los partidos, por convencimiento o por necesidad (yo diría que más bien por irresponsabilidad).
¿A qué se debe el reciente auge de los populismos? He aquí algunas razones:
La crisis y la sensación de crisis, representada por el desempleo y la desigualdad, pero que abarca otros fenómenos, como la globalización (“los de fuera nos roban los puestos de trabajo”), la tecnología (que favorece a unas minorías mejor situadas y más cualificadas), los recortes en el estado del bienestar y otros muchos.
Las frustraciones y ansiedades colectivas de los que tienen menos recursos y, cada vez más, de la clase media. “Hicimos lo que nos dijeron, estudiamos, nos pusimos a trabajar diligentemente, y ahora estamos en el paro, no podremos cobrar nuestras pensiones y nuestros hijos se quedarán lejos de lo que nuestra generación consiguió”.
El aumento de la desigualdad: “los ricos son cada vez más ricos y los pobres cada vez más pobres”; “los super-ricos crean barreras para que sus hijos sigan siéndolo, de modo que la movilidad social hacia arriba se ha interrumpido”. Esto quizás no es así, pero no cabe duda de que muchos lo piensan.
Parece que estamos ante un fenómeno transitorio, que acabará el día en que los políticos sean capaces de diseñar políticas que devuelvan el bienestar a todos. Pero… hay también causas más profundas:
La complejidad social ha aumentado, y los ciudadanos están desorientados. “En el pueblo nos conocíamos todos; en la gran ciudad estamos perdidos”. “No entendemos lo que pasa, no nos lo saben explicar, o no quieren hacerlo”.
La gestión pública se ha hecho tecnocrática: “los expertos están en todas partes, lo controlan todo y están siempre del lado de los que mandan. Los que tienen el poder económico y político y los que tienen el conocimiento se han adueñado de la situación, y nosotros nos quedamos fuera”.
Las instituciones de gobierno han perdido legitimidad por la corrupción, la opacidad en su comportamiento y el peso de la maquinaria de los partidos.
La gestión de los asuntos públicos se ha hecho poco transparente. Lo que se discute antes de las elecciones no tiene mucho que ver con el día a día posterior, quizás porque las decisiones importantes se toman en otros niveles, en Bruselas o en Washington, o se resuelven en el silencioso consenso de los partidos que controlan el poder.
Todo esto no es nuevo: es un proceso que se ha venido produciendo a lo largo de los años. Nuestra sociedad individualista ha ido erosionando los vínculos sociales: no tenemos objetivos comunes, sino cientos de objetivos privados, particulares, que defendemos contra los de otros ciudadanos.
En definitiva, no se trata de una catástrofe ocasional, sino de una deriva del sistema, que exige soluciones drásticas. Y aquí aparece la ideología populista.
En una entrada anterior expliqué muy brevemente por qué aparecen los populismos, de izquierdas o de derechas. ¿Qué es lo que les caracteriza? No es fácil ponerse de acuerdo, porque el fenómeno se ve desde posiciones distintas, pero unos cuantos trazos que pueden definirlo:
El análisis gira alrededor de dos categorías: el “pueblo” contra la “elite”, cada uno con nombres diferentes según los países. “Nosotros” somos el pueblo, “ellos” son los que nos engañan, nos dominan o nos sojuzgan, y los que apoyan a los que lo hacen. Los conceptos, claro, no pueden estar bien definidos, porque no son realidades objetivas.
La escisión es, sobre todo, sentimental e identitaria: es la separación entre “amigo” y “enemigo”.
El pueblo es una forma de personalizar el malestar de todos o de muchos. El pueblo son los que han perdido su vivienda, aquellos cuyos ingresos no les permiten llegar a final de mes, los que asisten a una escuela llena de hijos de inmigrantes… Los sentimientos negativos, de insatisfacción, se convierten en positivos, de pertenencia.
No hay una jerarquía en las demandas de los ciudadanos: son del pueblo y todos somos iguales. Cuando los políticos las pondrán en práctica de forma oportunista, según las posibilidades e intereses de cada caso. Esto distingue el populismo actual de, por ejemplo, el marxismo: la alienación del trabajador no es un tema dominante.
La voluntad general debe prevalecer. Y como la democracia representativa utiliza estructuras intermedias, como los representantes y los partidos, hay que superarla: hay que hacer lo que decide el pueblo. Las instituciones liberales –separación de poderes, neutralidad de las instituciones, defensa del pluralismo político e informativo- ya no sirven.
El populismo suele girar (aunque no siempre) alrededor de un líder carismático, que representa las ansiedades y las expectativas del pueblo.
Los intelectuales y los expertos están bajo sospecha, porque han estado al servicio de la elite. Sus consejos se ven como sesgados en contra del pueblo.
El movimiento actúa mediante la movilización permanente del pueblo. La acción se canaliza en la provocación y la protesta. El diálogo no tiene sentido, porque lo controla la elite.
Hay que rechazar al que discrepa, recurriendo a la intimidación, si hace falta. El que intenta estabilizar las instituciones políticas está dificultando el avance del populismo.
No importa que las palabras sean verdad: lo importante es el mensaje que llevan consigo. Lo que homogeneiza al pueblo es la comunicación: de ahí la importancia del control de los medios.
La política populista es emocional, para provocar la identificación afectiva del pueblo.
La conflictividad es central en la estrategia populista. El sistema liberal democrático ha disimulado siempre el conflicto, unas veces porque la elite no mostraba ningún interés en él, otras porque no sabía cómo hacerle frente, o porque no tenía relevancia mediática. Lo que hay que hacer ahora es denunciar el conflicto, todo conflicto, acentuarlo, hacerlo emocionalmente llamativo.
El populismo no es necesariamente xenófobo. Los problemas con las minorías étnicas o los inmigrantes pueden ser relevantes a veces, pero no siempre.
El próximo día remataremos el tema.