No habrá regeneración política sin regeneración moral

No habrá regeneración política sin regeneración moral

En los últimos meses, y muy de la mano de la crisis económica y del aluvión de casos de corrupción que se van conociendo a diario, se habla sin cesar de regeneración política. De hecho, lo sucedido en las pasadas elecciones al Parlamento Europeo no se explica sin mencionar el deseo popular de limpieza de partidos e instituciones.

Para ser justos, hay que recordar que los políticos y los directivos de empresas no vienen de Marte sino que nacen y se desarrollan en una sociedad de la que forman parte. No cuela la dialéctica simplista y populista «ciudadanos buenos, políticos malos». Hay corrupción en todos los niveles de la sociedad y también en las instituciones y en los partidos. Y lamentablemente, tramas organizadas para saquear las arcas públicas. Y existen también, por fortuna, numerosos ejemplos de servicio, honradez y trabajo en las empresas, en las instituciones, en la sociedad e incluso en los partidos.

Pero a estas alturas de la película, a nadie se le escapa que nuestra ya no tan joven democracia tiene carencias históricas que deben atajarse cuanto antes. En el trasfondo de todo esto hay una crisis de valores, una crisis moral. Y es que el relativismo no se ha impuesto solo en el terreno ideológico sino también en las actitudes, valores y comportamientos personales, en el día a día.

En este sentido, vienen muy a cuento dos referencias al magisterio de la Iglesia que no son válidas únicamente para creyentes sino que iluminan a toda la sociedad. Una de ellas la formuló el hoy santo Juan Pablo II en su encíclica Centesimus Annus en 1991:

Si no existe una verdad última, la cual guía y orienta la acción política, entonces las ideas y las convicciones humanas pueden ser instrumentalizadas fácilmente para fines de poder. Una democracia sin valores se convierte con facilidad en un totalitarismo visible o encubierto, como demuestra la historia.

La otra cita es del discurso de Benedicto XVI en el Parlamento alemán en 2011. El pontífice partió de un acontecimiento narrado en la Biblia para dar toda una lección de ética pública: Dios concedió al joven rey Salomón la posibilidad de formular una petición con ocasión de su entronización. Lejos de pedir éxitos, riquezas o triunfos, el nuevo monarca suplicó: «Concede a tu siervo un corazón dócil, para que sepa juzgar a tu pueblo y distinguir entre el bien y mal». Con este relato, explicaba Benedicto XVI, la Biblia quiere indicarnos lo que en definitiva debe ser importante para un político. Su criterio último, y la motivación para su trabajo como político, no debe ser el éxito y mucho menos el beneficio material. La política debe ser un compromiso por la justicia y crear así las condiciones básicas para la paz. Naturalmente, un político buscará el éxito, sin el cual nunca tendría la posibilidad de una acción política efectiva. Pero el éxito está subordinado al criterio de la justicia, a la voluntad de aplicar el derecho y a la comprensión del derecho. El éxito puede ser también una seducción y, de esta forma, abre la puerta a la desvirtuación del derecho, a la destrucción de la justicia. «Quita el derecho y, entonces, ¿qué distingue el Estado de una gran banda de bandidos?», dijo en cierta ocasión San Agustín.

¿Cuáles son los valores de nuestra sociedad, es decir nuestras referencias básicas, incluyendo políticos e instituciones? ¿Distinguimos el bien del mal y eso influye en la actividad privada o pública? Evidentemente, esto deberá reflejarse en las leyes y en los mecanismos de control pero estos no servirán para nada si no interiorizamos y practicamos las virtudes clásicas, los valores esenciales para la convivencia: honradez, espíritu de servicio, veracidad, solidaridad. No son reflexiones filosóficas ni moralismos sino requisitos imprescindibles para que nuestro sistema no se convierta en un totalitarismo encubierto y el Estado en una gran banda de bandidos.

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