Hace unos años se produjo la siguiente escena en el despacho de un director de un colegio: Después de entregar las notas de septiembre y ver que su hijo tenía que repetir curso por suspender tres asignaturas –con notas muy, muy bajas- una madre, acompañada de su hijo, se presentó en el despacho del director a reclamar el aprobado de su hijo. Ante la negativa de este, no dudó en responsabilizar al colegio del presente y futuro fracaso de su hijo.
Aprovechó también para dejar claro que toda la culpa de los suspensos era de los profesores de las asignaturas y de los profesores particulares que había contratado durante todo el curso para ayudar a su hijo. Al ser preguntada por el director si su hijo tenía alguna responsabilidad en los malos resultados, contestó: “ninguna. Mi hijo ha trabajado al máximo durante todo el curso”.
Esta escena, que por desgracia se prodiga cada día más en los colegios, es un claro ejemplo –de los muchos que podríamos poner- de una de las anomalías educativas que más está proliferando en los últimos años: La sobreprotección.
La sobreprotección, ese afán por evitar que nuestros hijos sufran cualquier daño físico o emocional por mínimo que sea, es algo que está muy presente en la sociedad actual y, por tanto, también en los colegios. Es una clara desviación educacional provocada por el vínculo emocional que une de una manera especial a los padres con sus hijos.
La educación es un arte y uno de sus retos más difíciles es saber hasta qué punto un padre puede meterse en la vida de un hijo, averiguar cuándo le debe prestar ayuda y cuándo dejar que sea él solo el que se saque “las castañas del fuego”. Es doloroso ver a un hijo en una situación difícil, pero tenemos que comprender que un hijo debe crecer y lograr su autonomía.
En todas las situaciones y circunstancias de la vida social vemos de manera permanente la actitud protectora de los padres. Casi siempre con fines muy nobles, tratando de evitarle un sufrimiento o una sensación de fracaso que afecte a su autoestima. Esto ya supone un problema en sí mismo, que se acrecienta cuando los padres buscan”culpables externos” ante situaciones como un castigo, una reprimenda escrita del profesor, un examen con una nota baja, un conflicto con compañeros etc, y eliminan de su hijo cualquier responsabilidad ante esos hechos.
Aquí es donde tenemos el gran problema. Cuando los padres, insisto, por evitar una sensación de fracaso o un sufrimiento, hacen a otros responsables de las faltas de su hijo, le eximen, por tanto, de cualquier tipo de responsabilidad ante unos hechos o situaciones. Con esto consiguen que su hijo no aprenda y no se forme en una cualidad; en una virtud o en un valor tan básico para su futuro como es la responsabilidad y el saber asumir las consecuencias de sus acciones: malas contestaciones, faltas de compañerismo, no haber estudiado lo suficiente….
¿Y quiénes son esos culpables externos? Tenemos un amplio abanico, tantos como circunstancias posibles. Los más habituales son los amigos, primos, la televisión y, en el ámbito colegial, los profesores. Pero estos no son los únicos. En algunas ocasiones son los propios padres los que se auto inculpan y se responsabilizan de los errores de su hijo con tal de evitarle un disgusto o un posible “trauma”. Peor y más peligrosa por sus consecuencias es la situación en la que uno de los miembros del matrimonio culpa al otro, provocando un enfrentamiento que rompe y anula algo tan esencial para la educación de un hijo como es: la unidad de criterio
Los padres tenemos que ser fuertes. Como decíamos al principio, no es agradable ver sufrir a nuestro hijo, por eso nos ayudará conocer algunos de los posibles efectos de la sobreprotección.
Los posibles efectos de la sobreprotección: El síndrome del emperador, ansiedades y depresiones
¿Tiene efectos proteger a los hijos demasiado? ¿Creemos que estamos haciendo un bien cuando en el fondo ponemos la semilla de un más que probable mal? La respuesta es sí, aunque en esto no haya ciencias exactas.
Ahora bien, hay que tener claro, que practicando este estilo educativo, aumentamos mucho las posibilidades de que nuestros hijos sufran algunas de las siguientes consecuencias, que como veremos van encadenadas:
La primera es la dependencia excesiva, consecuencia lógica, ya que hemos acostumbrado al niño desde su más tierna infancia a hacer las cosas por él o estar permanente a su lado. Esta dependencia dirige al niño hacia una inseguridad en sí mismo, falta de confianza. Es decir, es esta dependencia –y no los malos resultados- la que ataca directamente a su autoestima, ya que considera desde sus primeros años que es incapaz de lograr nada por sí mismo. En esta misma línea estaremos provocando en nuestro hijo una total falta de iniciativa propia y un inadecuado desarrollo de la creatividad.
Incapacidad para asumir responsablemente las consecuencias de sus actos, ya que son sus padres, sus profesores, sus amigos u otros los que suelen asumirlas. Con el paso de los años nuestro hijo, ante situaciones importantes, irá manifestando y sufriendo sentimientos de inutilidad, que se plasmarán de manera gráfica y relevante en su dificultad para la toma de decisiones. En la vida profesional se manifiesta en la incapacidad de asumir responsabilidades y en la necesidad de ocupar puestos de trabajo en los que sean dirigidos de manera clara por otro. En la vida familiar, buscan como complemento para compartir su vida, hombres o mujeres con carácter que asuman totalmente el papel de autoridad y dirijan los rumbos del matrimonio.
Otra consecuencia es que es fácil que se vuelvan egocéntricos y tiranos con todo su entorno. Como consecuencia de esto, en nuestra sociedad están aumentando de manera alarmante niños que sufren el llamado “Síndrome del emperador”: el maltrato físico o psíquico de los hijos hacia los padres. Este problema se caracteriza por un comportamiento agresivo (verbal o físico), y conductas desafiantes y violación de las normas y límites familiares; asimismo suelen presentar un alto nivel de egocentrismo, junto con una baja tolerancia a la frustración, empatía y autoestima.
Todas estas circunstancias llevan, con el paso del tiempo, a nuestros hijos a sufrir una clara tendencia al pensamiento negativo y al pesimismo. Y como consecuencia de esto tienen una predisposición mayor de padecer depresión y trastornos afectivos.
Como podemos observar, estamos ante un tema serio, que puede provocar en nuestros hijos unos daños que les afectarán el resto de sus días.
13 consejos para ayudar a un padre a ser exigente y dejar ‘sufrir’ a su hijo
De poco vale pronosticar un mal si no se pueden dar al mismo tiempo algunos remedios para poder curarlo. Al menos, para intentar que los padres tengan algunos instrumentos con los que paliar los mayores momentos de dificultad, porque nadie dijo que educar a un hijo sea fácil.
– Dejar que se enfrente a las dificultades y a los problemas, para hallar la solución por sí mismo. En este caso, no le dejaremos solo, le enseñaremos, le acompañaremos y le apoyaremos para que lo logre.
-Tratarle de acuerdo a su edad. Es decir, tiene que ser capaz de llevar a cabo las tareas propias de su edad. No debemos caer en el error de retrasar la exigencia.
En muchas ocasiones los padres vemos a nuestros hijos como seres pequeños incapaces de alcanzar una meta. Tenemos que ser conscientes de que, en efecto son pequeños, pero no tontos… y por tanto pueden asumir tareas en el hogar desde muy temprana edad. Destacamos en este punto la grandeza educativa de los “encargos” en casa.
En esta misma línea, tampoco debemos adelantarle nuevas situaciones propias de edades más avanzadas. Es muy importante educar su tiempo libre. Resulta muy llamativo que los padres que más abusan de la sobreprotección son los que dejan incorporarse antes a sus hijos a la “movida”, por no provocarles un aislamiento del grupo o una tara en su socialización, sin valorar los peligros que tiene incorporarse a ese mundo sin una madurez suficiente.
– Ayudarle cuando lo necesite, pero no solucionarle siempre los problemas. Debe aprender por sí mismo a buscar las soluciones o los apoyos necesarios.
En el caso del estudio es muy gráfico. Todos los alumnos, salvo aquellos que tienen algún problema diagnosticado, son capaces de estudiar y realizar sus tareas solos. Si no entienden algo, para eso está el profesor de la asignatura. Nuestra tarea y obligación es poner en manos de nuestros hijos todo lo necesario para que puedan llevar a cabo su labor académica: un buen colegio, un lugar y un horario de estudio en casa. Pero no es necesario ni aconsejable estudiar con ellos.
Esto implica educar en libertad y por tanto aceptar por un lado la posibilidad de que nuestro hijo haga mal uso de esa libertad y, por otro, las consecuencias (suspensos, una repetición de curso…).
– Tiene que haber unos límites claros en casa, no se le debe dar todo lo que pida. Debe aprender que las cosas requieren un esfuerzo para conseguirlas.
Tenemos que ser conscientes de que los niños son insaciables. Cuando ya tienen lo que quieren fijan rápidamente su nuevo objetivo. Ya no les llena el móvil que le hemos comprado, ni el viaje a Venecia, ni el esfuerzo que hemos hecho una tarde por ir a jugar al tenis con él. Todo pierde rápidamente su valor.
– Ser exigentes con las tareas a realizar en el hogar – hacer la cama desde pequeños, tener su cuarto ordenado…-, con el cumplimiento de un horario de estudio, de salidas con los amigos, del uso del ordenador, redes sociales y televisión. En consecuencia, ser exigentes en la educación del orden.
Los hijos no sufren por ser exigidos. Es más, necesitan que sus padres les pongan esos límites que ellos son incapaces de establecer. Lo único que hace sufrir a un hijo es la falta de amor, es decir, no sentirse querido.
– Ante conflictos en el colegio con otros compañeros o con profesores. La primera regla y más importante es no hablar mal de los profesores delante de nuestros hijos. En ese momento estaremos dinamitando el valor de autoridad, tan importante también para su futuro en todos los ámbitos.
– Por último, tener claro que tanto de las “buenas acciones”, como de las “malas”, el verdadero protagonista es él. Él es el responsable de sus acciones. Y ejerciendo esa responsabilidad aprenderá de sus buenas y malas acciones y de las consecuencias de las mismas. Esa lección es necesaria y por mucho que nos cueste no debemos eliminarla.
El propio Benedicto XVI ha hablado sobre el peligro de la sobreprotección:
“El sufrimiento es parte de nuestra vida. Al tratar de proteger a los hijos de toda dificultad y experiencia de dolor, corremos el riesgo de educar, a pesar de nuestras buenas intenciones, personas frágiles y poco generosas: la capacidad de amar corresponde, de hecho, a la capacidad de sufrir, y de sufrir juntos”.
Fuente: The family watch
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