Relatos de Navidad
En la Edad Media, los peregrinos católicos, tras visitar los sitios principales de Jerusalén, salían en una peregrinación de varios días hacia Belén y las montañas de Judá. Iban acompañados por un guía e intérprete (el dragomán) y por algunos frailes franciscanos. Los diarios escritos por estos peregrinos mencionan muchos lugares santos visitados en la pequeña distancia entre Jerusalén y Belén: la piedra sobre la cual descansó la Virgen María antes de entrar en Belén, el pozo de los Magos donde la estrella se les apareció de nuevo y la tumba de Raquel. En Belén, dentro de la basílica de la Natividad, además del altar del Nacimiento y del pesebre, se les enseñaba el lugar donde los Magos se prepararon antes de adorar al Niño, el altar de la circuncisión, el pozo donde cayó la estrella después de haber cumplido su misión de guiar a los Magos y otros muchos sitios no recogidos en los relatos evangélicos sino derivados de la piedad popular.
Llama la atención el contraste entre esta proliferación de lugares santos y el relato sobrio y escueto del nacimiento del Hijo de Dios recogido en los Evangelios. San Mateo es especialmente parco en palabras cuando escribe “Después de nacer Jesús en Belén de Judá en tiempos del rey Herodes…” (Mt 2,1), como si el nacimiento de Jesús sirviera de oportunidad para narrar la llegada de unos Magos venidos de Oriente, guiados por una estrella, para adorar al Rey de los judíos. San Lucas nos brinda un poco más de información sobre el contexto del evento salvador: “Y cuando ellos se encontraban allí, les llegó la hora del parto, y dio a luz a su hijo primogénito; lo envolvió en pañales y lo recostó en un pesebre, porque no había sitio para ellos en el aposento” (Lc 2,6-7). Así como María envolvió a su Hijo en pañales, Lucas envuelve el nacimiento del Redentor en la intimidad del misterio, dejando al lector saborear el evento. Es como si los dos evangelistas de la infancia de Jesús se apresurasen a relatar otras cosas.
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