La libertad de obligar a los demás. ||El Sonar

El 10 de diciembre entra en vigor en Quebec la ley que autoriza a un médico a practicar la eutanasia a un paciente que libremente la pida y esté en una condición grave y con un sufrimiento intolerable. La condición del enfermo no tiene por qué ser terminal y el dolor puede ser también psicológico, según determinó este año una sentencia del Tribunal Constitucional que autoriza el suicidio asistido.image

En Quebec estaba ya todo a punto. El Colegio de Médicos había preparado unas directrices y un protocolo con las instrucciones a seguir para la inyección letal. Pronto tendrán los médicos los “kits de eutanasia”.

Pero en medio de lo que parecía un consenso social, ha caído como una bomba la postura de los 29 centros de cuidados paliativos de la provincia canadiense, que han declarado que no practicarán ningún acto de eutanasia. Los médicos alegan que es incompatible con la filosofía y los valores de estos centros, ya que la eutanasia no es un cuidado paliativo ni una cura.

Theresa Dellar, directora del West Island Palliative Care Residence, ha declarado a la prensa que su clínica no quiere saber nada con la eutanasia: “Nuestra filosofía incluye proporcionar confort, cuidados y dignidad a las personas durante el fin de su vida y permitir que llegue la muerte natural”. De acuerdo con su experiencia, la directora explica que “cuando los síntomas y el dolor son debidamente tratados, las personas pueden morir de un modo digno”.

También los médicos del Hospital Universitario de Montreal se han expresado contra la eutanasia.

Están en su derecho. La ley reconoce la objeción de conciencia de los médicos. Y los centros de cuidados paliativos son independientes desde el punto de vista legal. La misma ley sobre el fin de la vida reconoce que “los centros de cuidados paliativos determinan los cuidados de fin de vida que ofrecen en sus locales”.

Sin embargo, el Ministro de Sanidad de Quebec, Gaétan Barrete, se ha tomado muy a mal que los objetores ejerzan su derecho, que él ha calificado de “obstruccionismo”. Les acusa de “querer obligar a los pacientes alojados en sus instalaciones a tener que irse a otra parte para tener acceso a la ayuda médica a morir”. En realidad, es él quien quiere forzar a los centros a hacer lo que no quieren, pues ningún paciente está obligado a ir a uno de estos centros para morir.

Pero se comprende su irritación. Le molesta que el sector más dedicado y competente sobre los cuidados en el fin de la vida, considere que la ley es innecesaria.

También le fastidia que se haya roto lo que se había presentado como fruto del consenso social. En el largo debate parlamentario, la oposición al suicidio asistido se había descalificado como un signo de cerrazón, pero ahora se descubre que la sociedad no comulga en una única visión.

Igualmente ha saltado por los aires la idea de que la eutanasia garantiza la libertad de elección del paciente, sin obligar a nadie. Theresa Dellar ha recordado que el gobierno dedica cada año 18 millones de euros a financiar los cuidados paliativos, pero con estos fondos “se garantiza el acceso a este tipo de cuidados solo al 16% de los canadienses que los piden. ¿Cómo se puede decir que en este tema existe la libertad de elección?” Desde luego, el “kit de eutanasia” es mucho más barato.

Pero incluso esta financiación de los centros puede estar comprometida si se desmarcan de la práctica de la eutanasia. El ministro de Sanidad ha recalcado que todos los centros sanitarios públicos tienen que tener un procedimiento para proponer “la ayuda médica a morir”.

Los medios para vencer la resistencia se advierten en la amenaza que ha hecho el abogado Jean-Pierre Ménard, jurista especializado en los derechos del paciente, que ha propuesto retirar la financiación pública a estos centros si no quieren practicar la eutanasia. “No estaba previsto que las clínicas se comportaran así. Esto compromete el derecho de los ciudadanos al acceso a los cuidados”. No deja de ser curioso que el abogado califique como “cuidado” un gesto de muerte por el que el paciente deja de necesitar más curas. Pero no hay que pedirle mucha lógica. Al no poder acusar a estos centros de incumplir la letra legal, les reprocha que “así no se respeta el espíritu de la ley”. Y tras recordar que una parte de su financiación es pública, se pregunta “si como sociedad debemos continuar financiándolas”.

Se repite así un proceso bien conocido de la dictadura del relativismo. Para garantizar la libre elección de un nuevo “derecho”, hay que impedir que decidan libremente otros agentes que no quieren involucrarse en una práctica que rechazan. Si en uso de su libertad quieren mantenerse al margen, la amenaza será la retirada de la financiación pública, no porque su servicio no sea útil, sino porque “discriminan”. En cambio, discriminar en el uso de los fondos públicos no por lo que haces sino por lo que no quieres hacer, responde al espíritu del permisivismo intolerante.

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