Blog Familia actual.Entre madres es frecuente hablar de los hijos. Es normal: ellos ocupan desvelos, preocupaciones, luchas, trabajos, ilusiones… y, cómo no, el centro de gran parte de sus conversaciones. Hablan de “los chicos” siempre: con otras madres, con sus maridos, con las visitas, en una tertulia familiar, en el trabajo, en la compra, con el portero, con el desconocido del ascensor… Porque los hijos son su orgullo, su celo, su fe y, por qué no decirlo, su obsesión.
Como escribe Santiago Ramón y Cajal, “la mujer venera a sus padres, estima y a veces admira a su marido; pero sólo adora verdaderamente a sus hijos”. ¿Quién no recuerda haber sido alguna vez, de la mano de su madre, el objeto de una de esas conversaciones que parecían narrar una gran epopeya en la que tú, escondido/a entre sus faldas, eras el/la protagonista? En cierto modo, gracias a ellas, alguna vez nos hemos convertido, sin merecerlo, en héroes o heroínas.
Tan imposible como cuadrar un círculo es que no salga en una conversación con una madre el tema de los hijos. Con quienes más hablan de ellos es con otras madres. Entre ellas hay un entendimiento recíproco, una comprensión perfecta. Los disgustos, problemas, alegrías, miedos… que causan los hijos nadie los comprende mejor que quienes los comparten. Suele dominar la conversación un tono solidario, pero con algunas pinceladas de rivalidad, y es que ¿quién le dice a una madre que su hijo no es el más guapo? Se puede decir que si algún amor es ciego, ése es el amor de madre. Pedirle a ella objetividad respecto a su retoño es pedirle que renuncie a un instinto que lleva grabado en su ser.
Tener un hijo supone para la mujer una esencial transformación: se implanta desde ese instante un nuevo ser en su vida, en su mente, en sus sueños, en todo su ser. En el parto, el marido es testigo de un doble nacimiento: el del bebé, que ve la luz, y el de su esposa, que se hace madre. En ese momento, ella se sumerge en las fuentes del amor, un amor que da vida y que le da vida, que cuanto más se usa más crece, que se multiplica al amar.
Ese amor lo distorsiona y lo engrandece todo. Fijémonos, por ejemplo, en el concepto de justicia que maneja una madre. Para ella no se trata de dar a cada uno lo suyo (eso ya lo hace el Derecho), sino de dar a cada hijo todo. ¡Qué injusta la justicia maternal! Pero quizá sea la justicia verdadera. “Dar a cada uno lo suyo” resulta relativamente fácil, dar a cada uno todo es un poco más complicado. Sin embargo, una madre da todo a sus hijos, lo da todo por ellos. Para ella, el fiel de la balanza está siempre, a fuer de la sobrecarga de amor, perfectamente vertical.
En cierto modo, cada ser humano sufre un pequeño o gran trauma cuando tiene que dejar el amparo maternal y adentrarse en el bosque social. Acostumbrado a las “injusticias” de su madre, tiene que enfrentarse a la justicia de los hombres. Ahora será un número más en la aritmética social, donde todo funciona por reglas de tres, tantos por ciento y proporciones matemáticas. Estará inserto en una gran calculadora, pero le queda el consuelo de que seguirá ocupando las conversaciones allí donde se encuentre su madre.
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