Blog del Profesor del IESE Domenéc Melé.-El pasado 28 de febrero participé en un programa de TV3 (en catalán) sobre el final del Pontificado de Benedicto XVI y el futuro de la Iglesia católica. Defendí que en la Iglesia caben distintas sensibilidades y espiritualidades pero dentro de una firme unidad. Me encontré allí con una postura que hizo furor durante bastantes años, desde la segunda mitad de la década de los sesenta, y que algunos ha calificado de ‘progresista’ o de ‘liberal’. Son ideas que están bastante superadas, pero su influencia perdura en no pocos católicos; y en situaciones como la actual parecen avivarse.
Los defensores de esta postura ‘progresista’ se presentan como fervientes seguidores del Concilio Vaticano II, aunque con una particular interpretación rupturista de este gran acontecimiento eclesial. Quieren dejar atrás lo que denominan ‘Iglesia preconciliar’, que habría que superar con una Iglesia más moderna; humilde, pobre y servidora. Invocan a un supuesto ‘espíritu del Concilio’ aunque no siempre en armonía con sus textos, ni con la interpretación propuesta como auténtica por Benedicto XVI, en un famoso discurso el mismo año en que fue elegido, basada en una hermenéutica de ‘continuidad y renovación’, sin romper con dos mil años de historia.
Suelen mostrar un gran descontento con la Curia Romana, que ayuda al Papa en el gobierno universal de la Iglesia. Les gustaría vaciar la Curia de contenidos. Estarían también encantados que se eliminara el Colegio Cardenalicio. Abogan no sólo por una Iglesia más descentralizada e inculturizada en cada país –que ya lo está en gran medida–, sino también por eliminar o minimizar de contenido del ‘misterio petrino’ que ejerce el Papa. Su crítica a la Curia no se refiere tanto fallos de algunas personas como a su función. Su objetivo es un cambio estructural. En esta línea, critican las intervenciones de Roma para mantener la unidad en lo esencial y aun los viajes papales, a los que acusan de intrusismo del obispo de Roma en otras diócesis.
Parece que les molesta ver el enorme respeto y veneración del pueblo fiel hacia el Papa y lo califican de ‘Papalatría’ (literalmente, ‘adoración al Papa’). El Papa, más que el Pastor Supremo y Universal de la Iglesia tal como lo define el Concilio Vaticano II, sería ‘el primero entre iguales’ con relación a todos los obispos del mundo.
Les molesta el protocolo y los signos externos de los pastores. Abogan por la abolición del vestido talar y los hábitos religiosos. Con frecuencia, la identidad sacerdotal o religiosa queda desdibujada. Esta situación se puede relacionar con muchas defecciones y con la decadencia de algunas congregaciones religiosas. Dónde esta línea se ha impuesto suelen faltar vocaciones, aunque ellos lo atribuyen al secularismo imperante, ignorando que este mismo fenómeno debería afectar a todas congregaciones y movimientos. En cambio, el florecimiento vocacional suele coincidir con la fidelidad al Magisterio y una mayor intensidad en la vida espiritual.
Con frecuencia la misión de la Iglesia queda reducida a una tarea humanitaria o a la promoción de la justicia. Enfatizan ciertos valores evangélicos como la preocupación por los pobres, la sencillez y la lucha por la justicia social. Otros valores igualmente evangélicos, como el amor a Dios sobre todas las cosas, la oración intensa y llena de fe, el amor a la unidad, la fidelidad a los compromisos contraídos y la obediencia a quienes presiden, son fácilmente ignorados o marginados. Aunque hagan alarde de humildad muestran arrogancia disintiendo de las enseñanzas del Papa.
Buscan adaptar el Evangelio al mundo actual, y no tanto iluminar las cambiantes situaciones humanas con la luz del Evangelio. Con ello, la moral cristiana es generalmente reducida a amor a los pobres (personas con carencias materiales). Al ser ésto aplaudido por la gente, racionalizan que ahí está lo importante y no los contenidos de la fe (el dogma). Olvidan que hay unidad en la fe que se cree, la fe que se celebra, la fe que se vive y la fe que lleva a orar. Tampoco consideran otras formas de pobreza señalada en las enseñanzas sociales de la Iglesia, que sufren muchas personas, como la cultural y la espiritual. Tampoco dan importancia a la moralidad de acciones concretas. La ‘adaptación del Evangelio al mundo’ lleva a justificar algunas acciones afines a cierta cultura actual –incluidas dentro de lo ‘políticamente correcto’–, sin adoptar posturas firmes en cuestiones explícitamente enseñadas por el Magisterio como el aborto, los actos homosexuales o el suicido asistido. Igualmente simpatizan con reivindicaciones en boga como el celibato sacerdotal optativo y la ordenación de mujeres.
Menosprecian el Magisterio del Papa (del que habla largamente el Concilio) o, a lo sumo, lo consideran como una opinión teológica más entre otras muchas. Olvidan que Jesús dijo a Pedro que sobre ‘esta piedra edificaré mi Iglesia’ y que le daría las llaves del Reino de los cielos. Disienten del Papa en nombre de la ‘opinión pública’ en la Iglesia; noción que extienden a temas que no son materia de opinión sino verdades enseñadas insistentemente por la Iglesia a lo largo de dos mil años.
Dicen querer imitar a Jesús en su ternura, pobreza y cordialidad, pero olvidan otras virtudes y enseñanzas del Maestro, y que El Señor no slo habló de un amor genérico, sino que señaló también pecados concretos que ‘salen del corazón del hombre’. Tampoco mencionan la llamada universal a la santidad, ni que Jesús no ha venido a abolir la ley y que ésta debe cumplirse hasta en sus detalles más pequeños.
Miran con admiración a Juan XXIII, mientras ocurre lo contrario con Juan Pablo II, a quien ven como un papa ‘conservador e involucionista’, sin reconocer su inmensa labor evangelizadora, el desarrollo del Concilio Vaticano II que promovió, ni el amor que millones de personas le demostraron en todo el mundo. Tampoco muestran un gran aprecio por Benedicto XVI, aunque reconocen el valor de su gesto de renunciar al papado.
Quieren una Iglesia abierta, dialogante y participativa, pero a la vez reaccionan airadamente con quienes no aceptan sus opiniones y critican a sus obispos, discutiendo nombramientos y decisiones no consensuadas. Quieren pluralismo teológico, que es legítimo, pero no tanto unidad en la fe, en la moral y en elementos esenciales de la liturgia. Quieren también democracia en la Iglesia como si de una asamblea o parlamento político se tratara.
Sin negar la buena fe de algunos, concluiría que quienes así piensan han caído en un lamentable reduccionismo y su actitud hiere la unidad de la Iglesia querida por su divino Fundador. Dicho sea con franqueza y humildad, creo que sería bueno que reconsideraran su postura para bien de la Iglesia y para la eficacia de su acción en el mundo. Necesitamos una firme unidad en la diversidad.