Se ha hablado hasta la saciedad de que nuestros hijos son “nativos digitales”, mientras que los padres naufragamos a menudo en estos asuntos de pantallas, aplicaciones online y redes sociales. Es verdad, un niño de diez años o un adolescente de quince nos dan mil vueltas en el uso de las nuevas tecnologías. En cierto modo, nos sentimos acomplejados en un mundo en el que ellos han nacido y nosotros intentamos sobrevivir. Algunos padres se sienten niños al lado de sus hijos, porque no son capaces de manejar como lo hacen ellos un iPad, una tablet o un iPhone de última generación.
Los hijos nadan como pez en el agua en ese líquido amniótico en el que han nacido, se mueven en el ciberespacio como gato panza arriba y se sienten, como leones, reyes de la selva digital. No obstante, muchas veces quedan atrapados en las redes sociales, salen escaldados de alguna de sus aventuras por Internet o son destronados por un virus informático que se les ha colado en el sistema.
Como nos ven náufragos en una isla desierta sin cobertura ni conexión, no nos piden ayuda, no cuentan con nosotros y, simplemente, no nos lo cuentan. Prefieren buscarse la vida ellos solos porque no les queda otro remedio; no en vano les hemos dejado claro que en esos temas no tenemos nada que decir, que somos analfabetos digitales y que no les podemos echar una mano. Es la excusa perfecta y además bilateral: “Mis padres no tienen ni idea de informática”, dicen los hijos, mientras que los padres se justifican: “Es que yo no entiendo de esas cosas”.
De esta forma, hemos creado una generación de “huérfanos digitales”, hijos sin padres que los orienten en ese mundo al que los hemos traído y del que nos inhibimos por miedo o comodidad. Puede que nuestros hijos dominen mejor que nosotros todo ese universo digital en el que moran; sin embargo, no saben más que nosotros. Muchas veces se hallan perdidos, abandonados en su propio hábitat, que les resulta inhabitable, porque nosotros no hemos sido capaces de convertirlo en un verdadero hogar. Nos da apuro entrar en su habitación llena de tecnología, como nos lo daría ocupar el asiento de un piloto en pleno vuelo, pero lo tenemos que hacer, tenemos que atrevernos a entrar en su mundo, a tomar el timón. Quizá no sepamos pilotar la nave en la que hemos embarcado a nuestros hijos; sin embargo, podemos (y debemos) situarnos en la torre de control desde donde vemos lo que ellos no ven y desde donde podemos (y debemos) facilitarles las coordenadas de vuelo, el parte meteorológico y el permiso para despegar y aterrizar.
Nos está pasando algo semejante a lo que les ocurría a algunos padres de antaño, quienes, por creer que sabían menos que sus hijos, no se atrevían a hablar con ellos de sexualidad. “¿Qué les voy a aconsejar yo, si ellos saben más?”, se preguntaban a modo de excusa. El pretexto se convertía en un subterfugio para huir del atolladero y el resultado es que pocos se atrevían a dar criterios sobre un tema tan importante.
Resulta que ahora nos sentimos acomplejados en ambos temas, pensamos que los hijos ya lo saben todo, que nacen expertos tanto en el ámbito sexual como en el tecnológico y que nosotros somos unos ignorantes que no tienen nada que decir. Pero la realidad es muy distinta: tienen los medios, pero saben menos que nosotros. Por muy rodeados que estén de dispositivos tecnológicos, que les hemos facilitado, los adolescentes están mucho más perdidos que nosotros por la sencilla razón de que la profusión de medios no les deja ver los fines.
Para enlazar los medios con los fines no se necesitan habilidades tecnológicas del tipo que sea, sino criterios. Ahí entramos los padres para dar criterios de uso que ellos no aplican, lógicamente, porque no se los hemos dado. ¡Fuera complejos! Invirtamos tiempo en aprender cosas básicas (no son tantas) y así poder contactar con ellos para que reciban nuestros consejos. Ya no valen los pretextos antiguos. No convirtamos a nuestros hijos en huérfanos digitales.