La reforma de Wert

JOSÉ Ignacio Wert, ministro de Educación, Cultura y Deportes, afirma que la nueva reforma educativa que acaba de presentar tiene el objetivo de luchar contra el fracaso escolar que condena a una cuarta parte de los alumnos españoles al abandono de la enseñanza antes de acabar el ciclo obligatorio. Un problema grave si se tiene en cuenta que el conocimiento es fundamental para el presente, y más en un periodo de crisis. Pero, al mismo tiempo, sentencia que “es un error que todos vayan poco a poco para que nadie se quede atrás”.

El ministro Wert es un político polémico. Él lo sabe y lo asume, como quedó claro en la entrevista que ayer publicaba La Vanguardia. “Soy una persona que tiene más instinto de conversación que de conservación”. A veces “primero disparo y luego apunto”, porque entre sus virtudes no está la continencia verbal. Sociólogo acreditado, domina con lenguaje brillante el arte de comunicar, aunque también sabe que esa virtud es necesaria pero no suficiente en política. Quizás por esa razón es el ministro menos valorado en las encuestas. La suya “es una cartera que no puede dejar indiferente a la gente”, se excusa. Y tiene razón.

Nuevo ministro, nueva reforma educativa. En España no hay forma de disfrutar de una etapa larga en las normas de la enseñanza. Wert justifica esa reformulación en la necesidad de implantar un sistema evaluativo que permita a maestros, padres, alumnos y administraciones conocer de forma regular los avances y déficits del sistema. Por esa razón reincorpora las reválidas, aunque al ministro le disguste ese concepto. No sólo, argumenta, para estar todos informados de los resultados del sistema, sino para introducir niveles de exigencia en el alumnado, niveles, afirma, que “han sufrido una importantísima relajación” en España. Un fenómeno que el ministro vincula a la falta de atención familiar en la educación de los hijos, y a la falta social de exigencia y esfuerzo. El diagnóstico del ministro Wert parece correcto. Los informes PISA lo avalan. También apunta el corolario de que “la exigencia mejora los resultados de todos; mientras que la mediocridad los hace descender”. Cierto. Pero queda por descifrar el interrogante de si esa exigencia no tendrá como consecuencia una grieta más grande entre los que superan las pruebas y los que no, condenando irremisiblemente a estos últimos a un segundo escalón social en el mejor de los casos. Y tratándose de niños, puesto que la primera evaluación se programa para los 9 años, parece excesivo. Wert se justifica diciendo que se “ha confundido comprensión con inclusión”, pero el riesgo de una exclusión tan temprana está ahí. La experiencia de la enseñanza en los años cuarenta, cincuenta y sesenta (reválida a los 9, 13, 16 años) debería ser tomada en cuenta para no caer en los mismos errores de dividir demasiado pronto a los alumnos hacia el bachillerato o el comercio, las dos opciones de aquellos años que suponían una marginación de los segundos.

El ministro reconoce por supuesto que la doctrina del Tribunal Constitucional avala la inmersión lingüística en Catalunya. No podría ser de otra manera. Interpreta las últimas sentencias en el sentido que la Generalitat debe velar por el derecho de las familias, sean las que sean, a que sus hijos sean educados en castellano como lengua vehicular. Ni más, ni menos. Una obviedad que algunos siguen empeñados en desconocer y en buscar conflictos donde no los hay.Editorial.-La Vanguardia