No es que falte, es que no la ejercemos. No queremos someternos a ninguna autoridad, por eso no nos atrevemos tampoco a ejercerla (sobre todo, a nivel privado). Apenas nos cuesta llevar el mando en el entorno empresarial o social; sin embargo, nos resulta tremendamente difícil proceder con la autoridad que nos corresponde en un contexto más cercano, como el familiar.
De ahí que podamos corroborar de muy diversas maneras que los padres ya no tienen autoridad sobre sus hijos, que la han perdido, que ya no se atreven a ejercerla, a hacer de padres. Las causas de esta disipación son muchas y complejas; hay que buscarlas, sin duda, en el debilitamiento de las estructuras familiares y sociales, pero, sobre todo, en una incorrecta interpretación de lo que es la autoridad.
Muchos padres no la entienden como lo que es, la forma de querer y hacer crecer a sus hijos, sino como una manera despótica de atravesar los límites de la intimidad. En el fondo, late un concepto de amor filial confuso, mezclado con el cariño, la condescendencia, el proteccionismo, la permisividad, la blandura… y no nos atrevemos a exigir nada a los hijos, a marcarles límites, a hacer que crezcan. De esa forma, impedimos que interioricen el significado real de autoridad, lo cual comporta serias dificultades para aceptarla fuera de casa, como por ejemplo, en la escuela.
Quizá haya sido allí, en la escuela, donde con mayor virulencia se ha percibido la disolución de la autoridad. Esa pérdida tiene graves consecuencias y todas ellas van en detrimento de la educación. Los maestros se encuentran desprotegidos y la imposibilidad de poder marcar unos límites, tan necesarios para lleva a cabo cualquier tarea educativa, los tiene desorientados. Muchos de los profesionales de la enseñanza se ven obligados a luchar en tres frentes: contra unos alumnos apáticos y/o indisciplinados, contra unos padres hiperproteccionistas y contra una administración que les da la espalda. La consecuencia: maestros sin magisterio, funcionarios al pie de la letra que llenan las estadísticas de bajas por depresión.
Nos quejamos de que estamos echando al mundo generaciones de chicos y chicas maleducados, indisciplinados y caprichosos (no todos, claro está); sin embargo, no nos atrevemos a restituir al maestro en su autoridad porque consideramos un retroceso en la consecución de una sociedad más abierta y más libre. Exigimos, por contra, que los maestros se conviertan en profesionales de la instrucción, capaces de estar al día en técnicas de creatividad, motivación, evaluación integral, personalización, resolución de conflictos…, que hagan que nuestros hijos aprendan sin esfuerzo y, sobre todo, sin tener que someterse a ese concepto obsoleto que llamamos autoridad. A los pobres docentes les hacemos bailar en la cuerda floja, les quitamos la red y les apremiamos a mantener un equilibrio imposible.
La falta de autoridad no ha llevado, sin embargo, a estrechar los lazos afectivos entre maestros y alumnos, imprescindibles para educar, sino que ha distanciado tanto a unos de los otros que, por no poder ejercerla, parece que cada cual vaya a la suya y nadie a la nuestra. En muchos casos, la falta de autoridad se ha traducido en falta de implicación, en un sálvese quien pueda y que aprenda quien quiera aprender. Esta falta de autoridad que hemos conseguido, como si fuera un logro de antiguas revoluciones, hace que los docentes (y los padres) descendamos al nivel de los niños, de los educandos, cuando no se trata de eso, sino de ponernos en su nivel para, sin dejar de ejercer la autoridad que nos corresponde, ayudarles a crecer.