Hace unos días, en una sesión con empresarios, uno me puso un dilema (relacionado con la corrupción) y me pidió que le contestase, sin ambigüedades, si eso era ético o no: “pero dime sí o no”.
Lo siento, pero la calificación de la ética de muchas acciones no puede ser tan clara. No pueden ser de sí o no. Y me temo que cuando las convertimos en cuestiones de sí o no, estamos justificando comportamientos que acabamos de calificar de no éticos, porque, claro, si no pago al político o al funcionario o al director de compras correspondiente, me quedo fuera del negocio, tengo que cerrar… Y esto sirve también para quitarse las responsabilidades de encima: yo quiero ser ético, pero claro, la otra parte no me deja y, claro, no me queda otro remedio. Pero cuando les digo que “depende”, o que esas son cuestiones que se resuelven contestando que se puede ser más o menos ético, se escandalizan por mi respuesta.
La ética tiene tres componentes. Uno son las normas, que hay que cumplir. Eso es lo que mucha gente considera que es la ética: lo que dice la ley o, en el mejor de los casos, exigencias que van más allá de la ley. Hay normas, legales o no, que no se pueden saltar nunca: por ejemplo, matar a una persona porque esto me beneficia económicamente, o torturar a un inocente para que su padre me haga un favor. La moral católica distingue entre pecados mortales y veniales, que son una forma de señalar dónde está la línea roja que no se debe cruzar. Y no se debe cruzar, fundamentalmente, porque me destruye como persona. Y esto vale aunque uno no crea en Dios: la ética cristiana no es ajena a la ética del sentido común.
¿Todas las normas son iguales? No, claro. No es lo mismo circular a 100 por hora por una calle estrecha, llena de gente, que por una carretera vacía. Ni es lo mismo dejar de pagar en el metro que robar 500 euros a una viuda pobre. Acabamos de descubrir que en la moralidad de una acción hay algo más que la norma: el daño o el bien causado. La segunda dimensión de una decisión ética son los bienes (o los males) que intento.
Casi siempre, los bienes (o males) previsibles hacen que una acción sea más o menos ética. Correr por la carretera compitiendo con otro coche sigue siendo una imprudencia y está mal, pero correr porque llevas a un enfermo grave al hospital puede ser una cosa muy buena, aunque te saltes la norma, y aunque el policía que te detiene te ponga la multa máxima. La ética es, sobre todo, la regla de comportamiento de la persona; el policía no puede juzgar sobre tus motivos, porque no los conoce, porque no tiene por qué creerte cuando se lo explicas, y porque la norma no admite excepciones. La ética -la ética que tengo en la cabeza- es la ética de la primera persona. Tú y yo, y también el policía, podemos criticar la acción del conductor alocado, pero no podemos penetrar en su intención.
Hay que cumplir las normas, claro, porque son instrucciones sencillas para la toma de decisiones. Si la norma dice que no robes, no robes; si dice que no corras, no corras. Pero a veces has de robar, si tú y tus hijos estáis muriéndoos de hambre, como suelen decir los manuales tradicionales de moral. Y has de correr, porque llevas a un enfermo grave. La intención es importante en estos casos. Y la limitación del daño -si basta correr a 100 km. por hora, mejor no me pongo a 120, y si me basta robar 50 euros, mejor no robo 500. Y las circunstancias: si la calle está llena de gente, mejor no me pongo a 100 km. por hora, por muy enfermo que esté el que llevo en el coche, porque tengo muchas probabilidades de matar a varios transeúntes.
Hablar de normas es hablar de mínimos. Hablar de bienes es hablar de óptimos. Lo moral será hacer el bien, todo el bien que puedas. Pero con sentido común, claro: porque hay algunos que, cuando leen ese principio, toman el rábano por la hojas y dicen: ¡Ah, entonces tengo que dar dinero a todos los que me lo pidan, prestar mi coche a todos mis amigos, dedicar mi tiempo a todos los que abusen de mí…! Ya me has entendido: hacer el bien no es hacer el tonto. Por cierto, hay por ahí artículos que explican cómo el buen samaritano puede hacer daño a la sociedad, porque confunden el ayudar a una persona necesitada con hacer el tonto.
Después de cumplir la norma, el mínimo, empieza el bien. Por eso la moral tiene por objeto la excelencia. Y no me preguntes cómo: tú debes saber qué es lo mejor en el caso en que te encuentras. El bien no lo determina el experto en ética, porque no está en tu pellejo, no sabe qué es bueno para ti y para los demás, aquí y ahora.
Y nos queda la tercera dimensión de la ética, la de las virtudes. Pero esta entrada es ya demasiado larga: hablaremos de ellas otro día.