Dios es el autor de la vida, y su bondad se manifiesta también en su autoridad, de la cual participa toda autoridad creada: en particular, la autoridad amorosa de los padres. Ciertamente, el ejercicio de esa autoridad parental no es siempre fácil. “Baja” necesariamente a aspectos muy concretos de la vida cotidiana.
Todos tenemos experiencia de que, a la hora de educar, «sin reglas de comportamiento y de vida, aplicadas día a día también en las cosas pequeñas, no se forma el carácter y no se prepara para afrontar las pruebas que no faltarán en el futuro»[1]; sin embargo, sabemos también que no siempre resulta fácil encontrar el equilibrio entre libertad y disciplina.
De hecho, muchos padres temen –tal vez las han sufrido ellos mismos– las consecuencias negativas que puede conllevar el imponer algo a los hijos: por ejemplo, que se deteriore la paz del hogar, o que rechacen una cosa que es buena en sí misma.
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