En el bolsillo de Gulliver

Cuenta Jonathan Swift que los liliputienses encontraron en el bolsillo del gigante Gulliver “una gran cadena de plata con una maquinaria maravillosa en su extremo”. Los pequeños habitantes de la fabulosa tierra de Liliput, que tenían prisionero a aquel hombre inmenso, le ordenaron “que sacara lo que al final de la cadena había, fuera lo que fuera”. Así lo hizo y, ante la vista de todos, asomó “lo que pareció ser una esfera plana, mitad de plata, mitad de otro metal transparente”. A través de aquel misterioso metal, vieron “ciertos signos extraños dibujados en torno a un círculo”, intentaron tocarlos, pero sus dedos chocaron con la materia transparente. “Suponemos –concluyen los liliputienses– que se trata bien de un animal desconocido, bien del dios a quien adora: nos sentimos más inclinados a esta segunda interpretación, pues nos aseguró que rara vez hace nada sin consultarlo. Lo llamó su oráculo y dijo que él le marca el tiempo para cada acto de su vida. (J. Swift, Los viajes de Gulliver).

Los liliputienses no conocían la medida estricta del tiempo, por eso eran felices, y por eso también eran pequeños. No se habían subido al carro del progreso, no habían aumentado sus conocimientos, no habían crecido en sabiduría. Seguían anclados en un pasado, tal vez idílico, pero pasado al fin y al cabo. Seguían rezando a dioses de verdad en vez de adorar al nuevo artefacto que marca el ritmo de nuestras vidas.

Gulliver, sin embargo, es un hombre de su época, moderno y educado, como nosotros, que no pierde el tiempo, porque –valga la paradoja– no tiene tiempo que perder. No se arrodilla ante nada ni ante nadie, y menos aún ante los minúsculos dioses de los liliputienses, pero adora a un pequeño artilugio (que para los habitantes de Liliput era enorme) que le lleva de acá para allá como a una marioneta. No es dueño de su tiempo, porque se lo ha fiado a ese mecanismo que él mismo ha inventado, y que ahora manda sobre su vida. Justamente por querer ser dueño del tiempo se ha convertido en su esclavo.

Pero Gulliver es un gigante, como nosotros. Con sus grandes zancadas puede viajar más rápido, con sus imponentes zarpas puede arrancar un bosque en un momento, con sus enormes zapatos, matar a decenas de liliputienses de un solo pisotón. Pero el coloso viajero no puede disfrutar de Liliput porque es un país demasiado pequeño, tanto que desprecia al dios de Gulliver.

El tiempo también existía en aquel país diminuto, pero no estaba cronometrado, no había sido mecanizado, no se guardaba en un cofre de plata, no era oro. Cada día amanecía y anochecía, salía el sol y se ponía, los días eran más largos en verano y más cortos en invierno, el tiempo existía, no se contaba, sino que se vivía.

Nosotros estamos metidos de lleno en esta vorágine del tiempo que nos controla. Todos al mismo ritmo, todos adorando al mismo dios, todos obsesionados por la hora, todos faltos de tiempo, todos en punto. Y todos atrasaremos sesenta minutos el reloj cuando lo indiquen las autoridades. Aprovechemos esa hora que se nos devuelve para estar más con nuestra familia, para hablar con los hijos adolescentes, para jugar con los más pequeños, para dedicarle tiempo a nuestra pareja. Seamos liliputienses por una hora. 22/10/2012 by blogfamiliaactual