Print Friendly
Paternidad alegreNo se puede educar sin optimismo. Es algo que nos enseñan los hijos desde el primer día, desde antes de nacer. Porque tener hijos no sólo es un acto de amor, de entrega, de responsabilidad, de valentía, sino, sobre todo, un acto de optimismo.
El optimismo hace que la balanza nunca se incline por el peso de los problemas, que aparecen sin avisar, ni de los grandes y pequeños conflictos que salpican la convivencia diaria, ni de las malas rachas, que las hay y, a veces, duran demasiado, ni de los mil quebraderos de cabeza, esos que sólo conocen los que son padres. Porque el optimismo es una fuerza que desafía la ley de la gravedad y nos impulsa hacia arriba.
El optimismo nos da el impulso suficiente para resistir los avatares que conlleva ser padres. Nos hace convertir los problemas en oportunidades, los fracasos en peldaños hacia el éxito, las equivocaciones en aprendizaje. No nos permite mirar atrás, sino siempre hacia delante, porque educar a nuestros hijos tiene que ver con el futuro, con el suyo y el nuestro.
Por eso los pesimistas no educan, porque no saben mirar al futuro con esperanza. Ven esa botella que hemos de llenar siempre medio vacía y gastan las energías en buscar a los culpables que la han vaciado. Los optimistas no es que la vean medio llena, sino que se esfuerzan por llenarla, por buscar soluciones, pues sólo haciendo algo, el futuro podrá ser mejor.
La primera vez que escuchamos su corazón o lo vimos palpitar a un ritmo frenético en el monitor del ecógrafo, recibimos la primera lección de optimismo. Aprendimos a mirar hacia delante, a afrontar el futuro con ilusión, a preparar el recibimiento como si sólo importara el porvenir. Aquellos latidos nos insuflaron una energía vigorosa y etérea a la vez, que, como el aire caliente de los globos aerostáticos, nos elevó por encima de nosotros mismos. Ante la perspectiva de una nueva vida y desde semejante altura, vemos pequeños los problemas que hasta ahora nos parecían enormes; insignificantes, las cosas hasta ahora importantes, y nimiedades, los afanes que hasta ahora nos quitaban el sueño.
Sólo el optimismo puede superar un diagnóstico negativo del tipo que sea. No lo cambia de signo, pero lo orienta hacia la solución. Todo el tiempo que se gasta en lamentaciones se pierde, porque no se ocupa en buscar remedios sino en mirar atrás. Los padres no nos podemos permitir el lujo de ser pesimistas; por muy grave que sea el problema de nuestro hijo, lo será más si nos dejamos vencer por el pesimismo. El optimismo no es un placebo, sino una actitud que cura más que todas las medicinas.
Pero existen sueños para los que no hay medicinas, o mejor dicho, para los que sólo existe una: el optimismo. La vocación de padres implica compartir y hacer nuestros los proyectos y las ilusiones de los hijos. No podemos dejarlos solos en la estacada, al contrario deben contar siempre con nosotros para ayudarles a crecer, para ayudarles a despegar. Cuando un sueño se hace común, se convierte en proyecto; cuando compartimos sus ilusiones, ya no lo son: son planes que hay que realizar poniendo mucha ilusión.
Los hijos nos obligan a ser optimistas. Les dimos la vida, pero ellos han entrado en la nuestra, la han cambiado de sentido, la han reorientado y le han dado una razón de ser que antes no tenía.