Así como el buen vino requiere tiempo y tesón, la felicidad de los cónyuges precisa de espacios compartidos, de esfuerzos continuos y de diálogo constante y comprensivo.
A pesar de que parezca una contradicción, lo más significativo del matrimonio es la diferencia, que al mismo tiempo es una característica propia de la unidad. Durante la preparación al matrimonio, se va produciendo en la pareja una progresiva integración de todos los dinamismos propios del ser humano: lo corporal, lo afectivo, lo cognitivo, lo volitivo y lo trascendental. Este proceso no acaba con el rito del día de la boda, es un largo devenir de detalles incesantes que engloban todo lo humano.
En primer lugar, y no puede ser de otro modo, nos encontramos con la dimensión corporal del amor. El cuerpo reacciona ante estímulos, emociones y valores corporales. Tiende a atraparlos, a unirse y a fundirse con ellos: el sano placer carnal. Sobre ese deseo, atracción o impulso se asentará la futura unión marital.
Sin embargo, y muchos hemos vivido esta disyuntiva, ¿es mejor, probar sin entregarse, sin darse y sin poseerse o esperar para darse, entregarse y poseerse por completo? Una imagen ayudaría a comprender esta pregunta. Gran cantidad de consumidores acuden habitualmente a una gran superficie comercial cuyo lema es “si no está satisfecho, le devolvemos su dinero”… Pues bien, ¿a quién le gusta ser tratado como una televisión que, si no encaja con el mobiliario del salón, se devuelve sin mayor problema? El valor de la espera al matrimonio deja mejor poso, más felicidad y es garantía de seguridad mutua.
En segundo lugar están los afectos y sentimientos que han de ser recíprocos y excluyentes de otros que puedan surgir. Suponen una segunda etapa en la preparación de dos jóvenes que desean casarse. Los sentimientos “a flor de piel” de los novios ayudan y estimulan el deseo y la comprensión mutua. Si bien, a la vez, pueden suponer un peligro al confundirlos como la fuente del amor verdadero. El amor no es sólo sentimiento.
Lo cognitivo, el conocimiento del otro como diferente, con sus cualidades y limitaciones, es el tercer dinamismo propio del amor. El trato frecuente, el compartir momentos y proyectos juntos prepara a los futuros cónyuges para la “común unión”, para vivir la diversidad en la unidad. Asimismo, en el día a día del matrimonio se labra el éxito del mismo.
La cuarta dimensión es “el para siempre”, lo volitivo, la voluntad del “sí, quiero”. La decisión conjunta de pasar el resto de la vida juntos supone el gozne donde se unen todas las dimensiones del amor. La firme intención de compartir para siempre todo lo que se es, todo lo que somos, tenemos y queremos, con otra persona, será la llave que abre la puerta de la felicitad y cierra otras posibles vías alternativas.
Finalmente, el propósito de vida en común trasciende día a día a los cónyuges, va más allá del simple hecho de estar juntos. La búsqueda de la felicidad del otro, porque “amar es buscar el bien del amado”, conlleva el deseo de vivir una vida digna de ser vivida en plenitud. Las expectativas compartidas, los anhelos comunes y el proyecto en “común unión” serán el camino sinuoso de la felicidad mutua y compartida. Un cónyuge será feliz en la medida que anhele la felicidad del otro.
No lo voy a negar. El matrimonio requiere, como el buen vino, tiempo, tesón y trabajo lento y constante. Por ello, el amor verdadero es sólo de valientes. Y nos sorprendería ver la cantidad de valientes que hay por las calles de nuestras ciudades. A esos héroes del amor, mi más sincera enhorabuena y gratitud.
Debe estar conectado para enviar un comentario.