El laberinto de la adolescencia

A menudo, el objetivo es que esa época pase sin mayores problemas. Habría que recordar que es una época también de grandes proyectos y animar a los adolescentes a buscarlos, en vez de conta­giarles nuestro pesimismo adulto.

Por José Antonio Marina

La pandemia ha aumentado el interés por la salud y el bien­estar de los adolescentes, que al parecer ha empeorado. Según el último «Barómetro Juvenil. Salud y Bienestar», de la Fun­dación Mutua Madrileña y la Fundación FAD Juventud, pu­blicada el pasado junio, más de la mitad de los jóvenes (15-29 años) considera que ha sufrido un problema de salud mental en el último año, aunque la mitad de ellos no buscó ayuda profesional. Entre los diagnosticados lo han sido por depresión (16,9%), por ansiedad, pánico y fobias (16,5%). El 50% de los adolescentes españoles sufrió problemas emocionales durante la pandemia, según el estudio dirigido por Mireia Orgilés, de la Universidad Miguel Hernández, «Impacto psicológico de la COVID-19 en niños y adolescentes». El informe de la Fun­dación ANAR revela un aumento de los intentos de suicidio durante la época de pandemia. Aumentos semejantes se han registrado en Estados Unidos, Inglaterra, Australia y México.

Creo, sin embargo, que nos equivocaríamos si pensá­ramos que la pandemia ha sido la causa del problema.

Lo único que ha hecho ha sido poner de manifiesto vul­nerabilidades que ya estaban latentes. Hace ya mas de veinte años, Martin Seligman señaló en su estudio lon­gitudinal sobre la depresión infantil que al menos una cuarta parte de los niños habían sufrido una depresión en algún momento entre los ocho y los trece años, y que el número podría seguir aumentando. En la década de 2010, la OMS nos advertía de que había un porcentaje alrededor de 15-18 % de niños y adolescentes con tras­tornos psicológicos. En 2015, El profesor Casas, con un equipo del Hospital Vall d’Hebron, elaboró el estudio «Evaluación y tratamiento psicopatológico en el fracaso escolar y académico», realizado en veintitrés escuelas e institutos catalanes. Concluyó que «entre un 18% y un 22% de alumnos presentan trastornos psicopatológi­cos y del aprendizaje ligados al neuro-psico-desarrollo». Estas cifras son similares a los porcentajes del resto de países desarrollados, pero en España los casos afectan profundamente a la tasa del fracaso escolar, porque no son debidamente atendidos. Poco después se presen­tó un completo estudio, dirigido por el doctor Matalí, del Hospital Sant Joan de Déu de Barcelona, titulado «Adolescentes con trastornos de comportamiento», que recoge las opiniones de familias, docentes, pediatras y profesionales de la salud mental sobre este problema. La impresión general es que había aumentado mucho en los cinco últimos años, tal vez como consecuencia de la crisis económica, y que el problema no se ataca de ma­nera manera sistemática, porque hay una falta de cooperación en­tre los diferentes agentes que intervienen. Más del 60% de los padres afectados confiesa estar desbordado y angustia­do por el problema.

Nos equivocaríamos si pensáramos que la pandemia ha sido la causa del problema. Lo que ha hecho ha sido poner de manifiesto vulnerabilidades ya latentes

Adolescencia, ¿una crisis programada?

El problema, pues, era conocido, pero sin que se tomaran medidas para resolverlo. Y es un asunto serio. La UNES­CO y UNICEF han llamado la atención en múltiples ocasiones sobre la necesidad de cuidar la adolescencia, porque los progresos en la infancia pueden ser anulados por una adolescencia fracasada. Es en la adolescencia donde se determina el tránsito entre generaciones y hay que invertir en ella más para cuidar el futuro. Sin em­bargo, no lo estamos haciendo bien porque estamos ma­nejando un modelo equivocado de la adolescencia, que, con la idea de aumentar su bienestar, su autonomía y su libertad, con frecuencia solo consigue aumentar su vul­nerabilidad. Este es el concepto esencial en este asunto. No es extraño el interés despertado por el tema de la resi­liencia. Desde hace dos décadas muchos especialistas lo están advirtiendo. Didier Pleux ha acusado a prestigiosos psicólogos, como Françoise Dolto, de haber convertido la adolescencia en una «crisis programada»: «La creen­cia profunda en la fragilidad del adolescente conduce irremediablemente a los padres a educar con enormes cautelas».

Estamos aumentando la vulnerabilidad de los adolescen­tes, su intolerancia a la frustración, hasta llevarlos a la fron­tera de la patología. Los padres tienen miedo y el miedo ha invadido las consultas de psiquiatras infantiles. Los especia­listas son insistentes. Robert Epstein afirma que hemos in­fantilizado a la adolescencia. William Damon que tenemos pocas expectativas sobre ella. Bernard Stiegler, que los hemos entregado a la fiebre consumista. Michel Fize, que les some­temos a un modo de vida que explica la frecuencia de dolen­cias psiquiátricas en la infancia y la adolescencia. La Ame­rican Psychological Association, que estábamos lanzando a nuestras niñas a una sexualización precoz. Boris Cyrulnik ha avisado del peligro de estar favoreciendo la aparición de unos «bebés gigantes», a los que protegemos como niños, pero que tienen posibilidades de adultos.

Estamos aumentando la vulnerabilidad de los adolescentes, su intolerancia a la frustración, hasta llevarlos a la frontera de la patología

Las nuevas tecnologías están teniendo una influencia negativa. Vivir en un mundo en red ha producido una dependencia de esta que afecta a la propia personalidad. En las redes hay dos elementos: las aristas que conectan y los nodos. Parece que lo importante es el tejido, cuando en realidad lo importante son los nodos, que son las personas. El poder de las redes disminuye la autonomía per­sonal. Jean Twenge, de la Universidad de San Diego, estudia en su libro iGen a la generación de internet. El subtítulo del libro resume sus hallazgos: «Por qué los niños superconec­tados de hoy son al crecer menos rebeldes, más tolerantes, menos felices y no están preparados para la vida adulta». Constata que «los de dieciocho años actúan como hacían los de quince, y los de trece años parecen niños de diez. Los adolescentes están físicamente más seguros que nunca, y, sin embargo, son mentalmente más vulnerables». Ver más

Fuente: Nueva revista

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