Cuando, de pequeños, nos poníamos por delante en el hablar, nuestras madres nos decían para corregirnos: “el burrito por delante para que no se espante”, queriéndonos advertir que no está bien decir “Yo y mi hermano”, sino que es más correcto: “Mi hermano y yo”. Nuestro inocente egoísmo infantil nos hacía ponernos en primer lugar, pero nuestras madres sabían que debíamos ceder el sitio a los demás en el decir, no sólo por una cuestión de corrección gramatical, sino también como una forma de aplacar nuestras impulsivas presunciones. Y es que las palabras educan.
Verba volant, decían los clásicos, las palabras se las lleva el viento: quizá tuvieran razón, pero también es verdad que las palabras dejan un rastro, una huella, un esquema mental que, como un molde, acoge las experiencias vitales y las adapta a su forma. Y es que es más fácil pensar bien si se habla bien, porque el cuidado en el hablar repercute en el cuidado en el obrar. Ya lo cantaba Luis Eduardo Aute en la canción dedicada a Hemingway: “se vive como se escribe, se escribe como se vive”. Bien es verdad que uno puede decir una cosa y hacer otra –es la definición de hipócrita–, quizá porque se ha acostumbrado a poner el borrico por delante.
Quien puso, sin ponerlo, el borrico por delante hace ya cien años fue Juan Ramón Jiménez. En 1914 publicó Platero y yo, no “yo y Platero”. El premio Nobel estaba convencido de la importancia de las palabras y de que el bien decir nos hace bien, que es una bendición para nuestra vida. Así que mimó las palabras y creó lo que se ha dado en llamar “prosa poética”, que no es otra cosa que pura delicadeza lingüística: “Platero es pequeño, peludo, suave; tan blando por fuera, que se diría todo de algodón, que no lleva huesos. Sólo los espejos de azabache de sus ojos son duros cual dos escarabajos de cristal negro”.
Leer Platero y yo es como acariciar la realidad con las palabras, del mismo modo que leer un soneto sarcástico de Quevedo se parece a zarandearla, porque con las palabras hacemos y deshacemos, amamos y odiamos, curamos y herimos, acunamos y despertamos, acariciamos y maltratamos. Por eso, es tan importante que enseñemos a hablar bien a nuestros hijos, a usar correctamente las palabras, a no tomarlas en vano.
El lenguaje es el hábitat educativo por excelencia, de modo que si nos movemos en un entorno familiar enriquecido lingüísticamente, en el que se habla mucho (y se deja hablar) y se cuida el lenguaje, seguro que provocamos un salto de calidad en todos los ámbitos: en el cultural, pues nos abrimos el acceso a la cultura; en el emocional, porque aprendemos a expresar nuestras emociones; en el social, ya que las relaciones sociales son eminentemente lingüísticas. Quizá no lleguemos a convertir la prosa diaria en poesía, aunque seguro que sí conseguimos, por lo menos, que nuestros hijos no pongan el burrito por delante.