Ramiro Pellitero, Universidad de Navarra.- Análisis digital.-La tarea educativa –que hoy redescubrimos en su importancia para dar sentido y calidad a la vida personal y social– tiene una fuerte dimensión ética. Es lo que señalaba Romano Guardini en sus Lecciones de Ética (BAC, Madrid 1999) hablando del carácter personal de la educación.
Entre los elementos que aseguran ese carácter personal de la educación, señalaba Guardini el espacio o ambiente pedagógico (familia, escuela, parroquia, otras instituciones educativas). Este ambiente debe ser bello y positivo, y fomentar la confianza. La belleza de ese ambiente no solo debe ser exterior, sino también interior, con una atención continuada y tranquila, con una diligencia y orden que no oprime sino que facilita el crecimiento. Así, escribe Guardini, “se ve también con claridad cuánta autodisciplina, cuánto dominio de sus propios sentimientos, qué altruismo y qué desvelo exige todo eso por parte del educador” (p. 699).
El ambiente pedagógico está, pues, al servicio del respeto que requiere la persona del educando. (“En esto –dice el autor–, sin embargo, se ha fracasado infinitamente, y se sigue fracasando cada vez más”). Educar significa llevarle a su propia existencia, darle valentía y confianza en sí mismo, pero también hacerle crítico consigo mismo, de modo que reconozca sus posibilidades negativas, y tome sobre sí la responsabilidad correspondiente. Ha de aceptar las órdenes, pero también autoafirmarse en su realidad irrepetible. Y todo esto resulta imposible si es tratado como un objeto. Pero en la práctica todo ello es difícil:
“Tratar con personas es difícil, pues yo debo ejercer mi libertad; siempre debo llegar a un acuerdo con el otro, pero dejarle la posibilidad de que él piense, juzgue y actúe por sí mismo, y de que quizás haga lo contrario de lo correcto, o de lo que yo quisiera” (p. 700). Pero siempre debo tratarle como a un ser humano, y no simplemente “material humano”. Ayudarle a crecer pasa necesariamente por la forma en que es juzgado, en que se le pide que trabaje, en que es castigado, en que es mirado y hablado.
El educador debe combatir en sí mismo el pesimismo y la desconfianza, a pesar de las resistencias que ofrezca esa persona, ese “material vivo” que es el alumno, que asume la iniciativa y se autoafirma, pero a menudo erróneamente; aunque sabe que necesita al educador, a la vez le recibe como a un rival que se le opone. Pero el educador debe mantener siempre la autoridad y ejercerla de modo crítico, a pesar de la fatiga o de la tentación del escepticismo, a la vez que conserva la confianza en la vida. Solo así llegará el educador a ser lo que él mismo debe ser.
A la ética de la educación pertenece asimismo el afán por formar, pues no se trata simplemente de enseñar algo a una persona, sino de ayudar a que llegue a ser alguien. Para lograr esto –dice el ilustre profesor alemán– es preciso llegar a un orden interior, una imagen global, un punto de partida unificador del actuar… Y para eso se requiere algo bien difícil en nuestros días: “una imagen de la formación del verdadero ser humano”; es decir, algo así como un “modelo”, un “referente” de persona, de profesional, de cristiano, etc.
En relación con esa imagen formativa, ese “referente”, se alza la figura misma del educador, su autenticidad, su coherencia (hoy diríamos: su testimonio). “Su comportamiento ha de avalar lo dicho y dar razón de ello” (p. 703). Convencido de lo que dice, debe intentar hacer lo que pide a los demás. Esto no significa que no se equivoque, pero en ese caso no debe disimular, encubrir o acallar o justificar su error, amparándose en su autoridad o con violencia; debe reconocerlo, sin hacer teatro, sino honestamente.
Es interesante la observación siguiente de Guardini: a menudo los mejores educadores son los conscientes de sus carencias que impulsan a los alumnos a ser mejores que ellos. Educar –escribe– requiere simpatía y en último término amor a la vida joven, capacidad para ver sus posibilidades, conocer sus dificultades y poner en movimiento su fuerza creativa. Lo difícil es mantener estas actitudes con todos. Y algo más: el educador ha de ser capaz de ver más allá de lo que se ve, ver “hacia dónde va” esa persona, verla en movimiento y contemplar la meta a la que se dirige. Y para no caer en subjetivismos, esto requiere experiencia, memoria, capacidad de comparación y anticipación.
Finalmente se plantea las posibilidades y los límites de la educación. ¿Hasta dónde es posible educar? Señala en esto dos respuestas extremadas y equivocadas: de un lado un excesivo optimismo pedagógico, apoyado en la convicción de que la naturaleza humana es fundamentalmente buena (más típica del ambiente americano, observa Guardini); de otro lado, el pesimismo pedagógico típico de la mentalidad conservadora (más típico de la mentalidad europea), que sospecha de la capacidad para el cambio, piensa que “de lo que se trata básicamente, pues, no es de cambiar a los seres humanos, sino de mantenerles en orden” (p. 707), y subraya el elemento trágico de la existencia. (Curiosamente Guardini señala que los grandes estadistas, legisladores y militares han sido más bien pesimistas o escépticos).
En opinión del profesor ítalo-alemán, la respuesta adecuada a los límites de la educación depende más bien del temperamento del educador, de si es optimista o pesimista. Conviene un equilibrio. De cualquier forma, ocultar los problemas lleva a pagar precios muy altos desde el punto de vista personal y social. Y concluye diciendo que pertenece a la ética del educador valorar en cada caso lo que se puede hacer reconociendo los límites; y tener el valor de afrontar su tarea, como orientador de la existencia humana.
Todo esto sirve para revisar las bases de esa “pasión educativa” que hoy seguimos necesitando, distante tanto de la actitud relativista que diluye los verdaderos valores que fundamentan la existencia, como de una actitud impositiva, suministradora de recetas, pero incapaz de ayudar a pensar, sentir y actuar como personas.