Daba el otro día una clase en Valencia, a los participantes en el Programa de Dirección General (PDG) del IESE en aquella localidad. El tema era el endeudamiento exterior de la economía española. Y les recordaba algunas cosas que, a menudo, olvidamos.
Lo que alarma a nuestros acreedores es la deuda total de la economía española, deuda acumulada laboriosamente en los años de la burbuja por las familias y las empresas, y en los años de la crisis por los gobiernos (cifra esta última justificada, en parte, porque había que sostener el estado del bienestar, y no tan justificada, por la falta de medidas de austeridad serias en el sector público). Esa deuda la intermediaron los bancos: por eso, como he dicho muchas veces, esta es una crisis financiera. Y si insistía en la sesión sobre la vertiente internacional de nuestra deuda es, precisamente, porque eso es lo alarmante. Los japoneses tienen una deuda superior al 200% del PIB, pero la tienen con ellos mismos; nosotros la tenemos con acreedores externos. Y esto nos obliga a pensar en cada momento cómo reaccionarán nuestros acreedores a todo lo que hagamos.
Nuestra deuda plantea tres problemas. Uno de solvencia: ¿podrá devolver el país toda la deuda? Muchas familias y empresas pueden, pero otras no. Si no pueden devolver la deuda, tendrán que vender activos (lo están haciendo nuestras empresas) y, en última instancia, decirle al banco que son insolventes. Y cuando el banco se entere, su solvencia se resentirá, por lo que acudirá al gobierno, cuya deuda aumentará. Todos los actores económicos traspasan sus patatas calientes de uno a otro. Al final, lo que los acreedores mirarán es, primero, si la deuda de las familias y empresas se modera (que sí, se modera, pero despacito); segundo, si la deuda pública crece sin límite o no (estamos poniendo un freno a ese crecimiento, pero todavía no lo hemos conseguido del todo) y, tercero, si los bancos aguantarán ante los problemas de familias, empresas y gobierno (toca madera, por si acaso).
El segundo problema es el de refinanciación. Ya he dicho otras veces que la deuda del gobierno, y la de los bancos también, no hay que devolverla, sino refinanciarla. La falta de confianza causada por la posible insolvencia mencionada antes da lugar a una negativa a refinanciar la deuda, o a exigir unos tipos de interés prohibitivos. Y ahí aparece el Banco Central Europeo, al que me referiré luego.
El tercer problema de la deuda externa es que hay que pagar intereses cada año. Y si la deuda es muy alta, los pagos por intereses lo son también. Y si la deuda la tenemos con acreedores externos, el dinero pagado se va del país, a diferencia de lo que ocurre con los japoneses.
Y voy ahora al Banco Central Europeo. Pero antes, una consideración previa: si no hubiésemos entrado en el euro, no tendríamos, claro, el nivel de deuda actual y, por tanto, nuestros problemas. Pero hay que decir dos cosas sobre esto. Una: no tendríamos nuestros problemas, pero tampoco habríamos tenido los maravillosos años de la expansión, el dinero barato, las casas para todos, el consumo desbocado… A la hora de hacer el balance del euro, sumemos todo lo negativo… y también lo positivo. ¡Ah!, pero otra cosa: el habernos mantenido fuera del euro no habría garantizado que no hubiésemos tenido ni boom ni burbuja: Islandia estaba fuera del euro, y los tuvo.
Pero, vale, ya estamos en la crisis. Si no estuviésemos en la zona euro, los capitales habrían salido aprisa y corriendo, como en Argentina en 2001. Y salieron, pero nosotros no nos enteramos (demasiado). Imagínese un banco en el cual los acreedores quieren retirar todo su dinero y rápidamente: el banco quiebra y, con él, las finanzas de las familias y las empresas que confiaron en él. Fuera del euro, habríamos tenido lo que los economistas llamamos un “sudden stop”, un frenazo brusco, porque los capitales habrían dejado de entrar y, pero aún, habrían salido corriendo. Eso es lo que hundió las economías de Argentina, Brasil, México, Tailandia y la mayoría de los países que tuvieron, como nosotros, burbujas seguidas de crisis financiera.
Y ahí viene el Banco Central Europeo y, concretamente, el mecanismo de pagos internacionales que funciona entre todos los países de la zona euro. Suponga el lector que un inversor alemán decide retirar sus fondos de un banco español. Este da orden al Banco de España de pagar al inversor alemán; el Banco de España transmite la orden al Banco Central Europeo, que carga ese importe al Banco de España y lo abona al Bundesbank, para que pague al banco alemán y este a su cliente. ¿Ha salido dinero? No: todo ha quedado en anotaciones contables. El banco español “debe” ese dinero al Banco de España, y este lo “debe” al Banco Central Europeo. En la cuenta del banco español, el acreedor alemán ha sido sustituido por el acreedor Banco de España. Es un poco complejo, lo reconozco, pero la conclusión final es, me parece, clara: gracias a que España es miembro de la zona euro, lo que hubiese sido la quiebra de nuestros bancos (al menos de algunos de ellos) en un país fuera de la moneda única y una recesión mucho mayor, se ha quedado en una deuda con el Banco Central Europeo. Deuda que habrá que pagar algún día, pero que nos ha evitado las prisas y la quiebra. Blog Antonio Argandoña