Familia actual.Aceprensa.-Este es el mensaje que nos trasmite la profesora y escritora Jessica Lahey en un reciente artículo (The Atlantic): dejad que vuestros hijos se equivoquen, no los amparéis en exceso, no practiquéis el overparenting, el hipercontrol, el proteccionismo. “Los niños cometen errores –dice– y, cuando los cometen, es vital que los padres recuerden que los beneficios educativos de sus consecuencias son un regalo, no una negligencia en el cumplimiento de su deber. Año tras año, mis “mejores” estudiantes –los que son más felices y que alcanzan el éxito en sus vidas– son aquellos a los que se les permitió equivocarse, se les responsabilizó de sus tropiezos y se les retó a ser la mejor persona que podían llegar a ser a pesar de sus errores”.
Los padres sobreprotectores, los que no dejan que sus hijos se equivoquen, no permiten que brote de ellos el ser que llevan dentro, no les dejan madurar, les atan las alas. Lahey desgrana algunas formas de actuar de ese tipo de padres, como justificar siempre al hijo (para ello son capaces de buscar o inventar cualquier excusa), tomarse su percepción de la realidad como si fuera la verdad o llegar a mentir por ellos.
Por supuesto, esta actitud es un intento equivocado de hacer que nuestro hijo mejore, pues lo que estamos haciendo, por el contrario, es arruinar su confianza y socavar su autonomía. En el fondo, los padres proteccionistas creen que sus hijos son incapaces; se exigen a sí mismos, pero no saben exigirles a ellos; atienden a sus caprichos, no a sus necesidades reales, a su presente, no a su futuro; demandan resultados a la escuela, no a sus hijos; no les dan la opción de equivocarse y de solucionar sus propios problemas; les niegan la oportunidad de aprender a asumir sus responsabilidades y las consecuencias naturales de sus acciones; no dejan, en fin, que su hijo aprenda y madure.
Para darle la vuelta a esta actitud, a esta manera de actuar tan poco eficiente, debemos entender la educación como un forma de proteger sin ser proteccionistas, de velar un proceso de crecimiento en el que nuestra acción no lo ahogue, sino que lo permita, para que ese viaje a la madurez que emprenden nuestros hijos desde que nacen no se vea truncado.
Mejor, quizá, explicarlo con un cuento que narra Álex Rovira en su libro La Buena Vida:
A un rey le regalaron dos hermosos halcones, que entregó al maestro de cetrería para que los entrenara. Enseguida, uno de ellos aprendió y comenzó a cazar. El otro, sin embargo, se apoltronó en un árbol y no se movía para nada de allí, incluso tenían que llevarle la comida. Muchos intentaron motivarle para que alzara el vuelo, pero el hermoso halcón, aunque era fuerte como su hermano, no se movía de aquella rama. El rey mandó anunciar por todo su reino que aquel que consiguiera que su halcón volara sería bien recompensado. Pasaron muchos expertos por el patio del castillo, pero nadie consiguió hacer volar a aquella ave rapaz. Un día, cuando el rey despertó, vio desde su balcón a los dos halcones revolotear. Convocó inmediatamente al maestro de cetrería: “¿Quién ha conseguido hacer volar a mi halcón?”, le dijo. El maestro le presentó a un humilde leñador, a quien el rey preguntó con ansiedad cómo había conseguido que el pájaro alzara el vuelo. El leñador respondió con timidez: “Yo solo le corté la rama”.
Para que los hijos vuelen, tenemos que ser capaces de cortar la rama y dejar que se equivoquen.