De repente.-Familia actual

Hay campañas publicitarias que merecen verse por sí mismas. No importa lo que publicitan, sino cómo lo hacen, porque su mensaje supera con creces el producto que se anuncia. Son pequeñas obras de arte que, bajo el patrocinio de una marca, nos hablan de lo que solo se puede decir en el lenguaje que han inventado. Son como píldoras efervescentes que, en contacto con la imaginación del espectador, se convierten en historias reales o posibles, remueven emociones, suscitan sentimientos y hacen pensar.

La campaña “La vida es de repente” es un ejemplo de ello (ver anuncio). En unos segundos nos hace reflexionar sobre una gran verdad: las cosas buenas y malas, alegres y tristes, felices y terribles, sencillas y trascendentales, ocurren de repente. Así: un año más, un tú, un tango, un blues, un cruce, un sonido, un sueño, un mal trago, un llanto, un viento, un “se fue”, un “lo hago”, un bravo, un “al sur”, bruma, luz…

La vida está llena de “repentes”, especialmente en la familia. Para afrontarlos, de nada nos sirve enviar un S.O.S., sino que tenemos que armarnos de tres virtudes fundamentales:

Solercia. Es la virtud principal del educador y Aristóteles la consideraba una parte de la prudencia que encuentra lo que conviene de modo rápido. Un padre, una madre, se ven obligados a juzgar muy deprisa sobre muchos aspectos inesperados generados por sus hijos: todos tenemos experiencia de ello; pues bien, gracias a la solercia no se pierde la objetividad sino que se reacciona deprisa y con prudencia a la vez. El filósofo alemán Josef Pieper decía que esta virtud permite captar de una sola ojeada la situación imprevista y tomar al instante la nueva decisión. Es –concluía– “la visión sagaz y objetiva frente a lo inesperado”. Para ello necesitamos “tener cintura” o capacidad de encaje, una combinación de resistencia y elasticidad (lo que se llama “resiliencia”), que hace que los padres podamos soportar lo insoportable y superar lo insuperable.image
Optimismo. Los padres no nos podemos permitir el lujo de ser pesimistas. El optimismo no es un placebo, sino una actitud que cura más que todas las medicinas: hace que la balanza nunca se incline por el peso de los problemas, que aparecen sin avisar: ni de los grandes y pequeños conflictos que salpican la convivencia diaria; ni de las malas rachas, que las hay y, a veces, duran demasiado; ni de los mil quebraderos de cabeza, porque el optimismo es una fuerza que desafía la ley de la gravedad y nos impulsa hacia arriba. Es una fuerza que nos permite resistir los avatares que conlleva ser padres. Nos hace convertir los problemas en oportunidades, los fracasos en peldaños hacia el éxito, las equivocaciones en aprendizaje.
Serenidad. Muchas veces los padres tenemos que hacer de tripas corazón, pues no podemos perder la calma ante los conflictos que se generan en una familia. La serenidad es una virtud necesaria para atender y educar a nuestros hijos. Más que eso, es un estado al que debemos llegar los padres para afrontar con éxito nuestra labor. En una sociedad estresada, como la nuestra, donde padres e hijos comparten un estilo de vida acelerado y están sometidos a la dictadura de los horarios, el trabajo, los deberes, las actividades extraescolares y un sinfín de cosas que hay que hacer, necesitamos serenidad. Sin calma, sin equilibrio, sin sosiego, sin paciencia, sin dulzura –todos ellos acólitos de la serenidad– no hay quien eduque. Por eso es tan importante adoptar un tono sereno en nuestro estilo de educar.
Estas tres virtudes, que también se abrevian en S.O.S. (Solercia, Optimismo, Serenidad), nos ayudarán a afrontar esos “de repentes” que van surgiendo en nuestra familia.

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