El escritor francés Marcel Proust recordaba siempre la “frase fatal” que a menudo le decían sus padres cuando era pequeño: “Venga, cierra el libro, que vamos a comer”. El joven Marcel era un lector apasionado, de ello da cuenta en su brevísimo “ensayo” Días de lectura (Taurus, 2012). Comienza de esta manera: “Tal vez no haya días más plenamente vividos en nuestra infancia que aquellos que creímos dejar pasar sin vivirlos, aquellos que pasamos con uno de nuestros libros preferidos”.
¿Cuántos de los niños y jóvenes de hoy dirán algo semejante mañana? La verdad es que lo que cuenta Proust –cómo se arriesgaba a ser castigado por si le descubrían con un libro o cómo pasaba noches enteras sin dormir leyendo a escondidas a la lumbre de una vela– suena a algo pasado, estrafalario o incluso utópico, como los “hombres libro” de la novela de Ray Bradbury.
No es exagerado pensar en Fahrenheit 451, como tituló Bradbury su novela, donde la sociedad se encarga de acabar con todos los libros, de destruirlos, de quemarlos. Los pocos lectores que quedan lo tienen que ser a hurtadillas y esconder el material como si fuera un arma secreta de destrucción de un sistema que quiere controlar las mentes de todos. Al final, los libros de papel desaparecen, pero quedan, en lo más profundo del bosque, “encarnados” en personas que se los han aprendido de memoria.
En otras épocas, un libro pudo ser un arma, pero en la nuestra es un tesoro que es bueno que nuestros hijos descubran. Proust dice que, a diferencia de la conversación, la lectura “consiste para cada uno de nosotros en recibir la comunicación de otro pensamiento, pero sin dejar de estar solo, es decir, gozando siempre de la capacidad intelectual que tenemos en la soledad y que la conversación disipa inmediatamente”. Por eso, la califica de “milagro fecundo de una comunicación dentro de la soledad”, que se sitúa en “el umbral de la vida espiritual”. Lógicamente, la lectura no constituye nuestra vida espiritual (y no debe sustituirla, sería un craso error), pero puede introducirnos en ella.
La lectura, para el autor de En busca del tiempo perdido, nos saca de la “plebeyez intelectual”, tiene un papel salutífero en nuestra vida, es un estímulo –que se recibe en soledad– para la mente perezosa, actúa como una incitación de nuestra actividad personal y educa los modales de la inteligencia.
Conocidos estos beneficios, no podemos menos que preocuparnos por “dar de leer” a nuestros hijos. Huelga decir que ni todos los niños de la época de Marcel Proust eran ávidos lectores, ni todos los de la nuestra son incapaces de tomar un libro en sus manos. Lo que es verdad es que la lectura suma y que se nota, y también que resulta más común oír: “deja el móvil, que vamos a comer”, que “cierra el libro, que vamos a comer”. A regañadientes, el joven Proust cerraba su libro y se sentaba a la mesa; nosotros, sin embargo, muchas veces dejamos que nuestros hijos coman con el móvil encendido.