Blog del profesor del IESE Doménech Melé.-Se acercan a 600 los cadáveres rescatados en el hundimiento del edificio en la localidad industrial de Savar, a las afueras de Dacca, la capital de Bangladesh, el 24 de abril. La cuenta no ha terminado, ya que existen muchos desaparecidos probablemente sepultados bajo la enorme masa de escombros, que el ejército y otros servicios públicos continúan retirando. El edificio, que desde hacía tiempo presentaba grietas visibles, albergaba 3.000 personas ocupadas en talleres de confección textil.
Las irregularidades en la construcción y uso del edificio son múltiples:
◾El permiso de edificación fue para cinco plantas y tenía ocho.
◾Fue propuesto para uso comercial y se destinaba a actividades industriales.
◾Los materiales utilizados en la construcción han sido calificados de “muy poca calidad”.
¿Quién tiene responsabilidad en lo ocurrido?
No cabe duda que el propietario como promotor de muchas de las irregularidades que causaron el siniestro. También las autoridades locales son responsables por la falta de vigilancia y control. No sabemos si fue por negligencia, falta de medios o porque “miraron hacía otro lado”, quizá suponiendo que era algo inevitable, o por influencia política –Sohel Rana pertenecía a la rama juvenil del partido gobernante en Bangladesh– o tal vez por algún soborno pagado por el propietario o las empresas para logar impunidad. Las leyes de Bangladesh podrían haber sido bastante permisibles en materia de edificación y condiciones de trabajo. En este caso, la responsabilidad se extendería también a los legisladores. Parece que así es, ya que pocos días después del accidente, el Gobierno de Bangladesh se comprometió a reformar su legislación laboral, reforzar su capacidad de inspección de las fábricas y garantizar la seguridad básica de todas ellas.
No pueden exculparse de responsabilidad moral a los técnicos de las empresas si no advirtieron la existencia de un riesgo evidente y a los ejecutivos que decidieron someter al edificio a una sobrecarga desmesurada y no pararon la actividad industrial ante el riesgo que algunos ya habían anunciado.
Los directivos o empresarios que decidieron aprovecharse de los bajos costes del alquiler y de la bajísima remuneración a los trabajadores (menos de 30 euros al mes), en su mayoría mujeres, tiene responsabilidad por cooperar en la existencia de una situación, cuanto menos, muy cuestionable.
Las empresas locales eran proveedoras de grandes compañías de moda, como la cadena británica de ropa Primark y la marca italiana Benetton. También estas grandes compañías tienen su parte de complicidad, como la tienen las posibles empresas intermedias que pueden formar parte de la cadena de suministro desde los talleres de Bangladesh a las citadas compañías de moda.
La responsabilidad, aunque en menor grado, llega hasta los consumidores insensibles al origen y condiciones de trabajo con las que se ha elaborado el producto. Y a las autoridades de los países donde se consume el producto en la medida que no exigen transparencia exigiendo información de las condiciones laborales existentes en el proceso de producción.
La situación de estos talleres – sweatshops, “talleres de sudor” los llaman en inglés– en los que se trabaja por apenas un euro al día y muchas veces con escasa ventilación y verdadero hacinamiento, no es único. Son todavía demasiado frecuentes en algunos países, generalmente en vías de desarrollo. Apenas hay noticias de ellos, excepto cuando hay accidentes como éste o pavorosos incendios como el que ocurrió el pasado mes noviembre en una fábrica en Dacca, que producía para Wal-Mart y el minorista europea C&A, y en el que murieron 112 personas.
Tanto consumidores como autoridades deberían solicitar certificados fiables de cómo se han producido estos productos textiles, como ya ocurre en otros casos. Y seguramente se hará. Es significativo que lo reclamara nada menos que Angela Merkel en un discurso reciente en Hamburgo, con motivo de la celebración de una reunión de la Iglesia protestante alemana. Exigía luchar por una mayor transparencia en la producción de los productos textiles y tratar de extender la filosofía del comercio justo con el fin de “saber de donde procede lo que compro”.
La solución no es sencilla. Países como Bangladesh se apoyan en los bajos salarios y otros reducidos costes de producción para su economía nacional. Es su gran ventaja competitiva. Las ganancias obtenidas por la exportación de textiles de Bangladesh es su mayor fuente de crecimiento económico. Representa un 45% de su empleo industrial y mueve 19.000 millones de dólares. Pero también es cierto que habrá empresas que no correrán el riesgo de sufrir boicot si se divulga que fabrican allí.
Algunos argumentan que estas condiciones de trabajo es un mal menor para el desarrollo económico del país, y que peor es no tener trabajo. Frente a estos argumentos habría que recordar que un auténtico desarrollo no es sólo económico, sino que ha de ser también humano y que no es ético explotar a personas aprovechándose de su pobreza o estado de necesidad. Hay unos mínimos requeridos por la dignidad humana que no se deben sobrepasar, y una de ellas es una apropiada seguridad e higiene en el trabajo. Estos mínimos pueden quedar reflejados en certificados, de elaboración fiable y auditados por agencia independientes y solventes. A partir de estos mínimos hay que armonizar salarios y capacidad para atraer empresas extranjeras.
La propia Angela Merkel, en el citado discurso, sugería encontrar una solución partiendo de las condiciones del lugar del trabajo, y colaborando con los países donde se fabrica “sobre cómo implementar unas nuevas reglas en sus condiciones laborales y no imponer simplemente nuestras normas sino de acuerdo con ellos porque imponiendo no tendremos ningún éxito en nuestras pretensiones de transparencia.” Parece un buen procedimiento si se aseguran los mínimos a los que antes me refería, ya que la dignidad humana es universal.