El humor sin escrúpulos, que no es humor sino cinismo, juega con la intimidad de las personas como un titiritero con sus marionetas. Se las ingenia para hacerse con sus hilos y las saca al escenario donde todos las pueden ver sin ellas sentirse vistas. A base de no tener vergüenza propia, hacen perder la ajena; todo vale por un chiste, por una noticia o por ganar audiencia. El pobre títere, que podemos ser cualquiera de nosotros, se convierte, sin comerlo ni beberlo, en el hazmerreír de millones de espectadores que por pasar un buen rato no le ponen escrúpulos a la risa.
Por desgracia, el engaño, la suplantación, la trampa, el poner en evidencia, el reírse de la inocencia ajena, se han convertido en ingredientes habituales del humor, de esas bromas sin límite alguno que pueden ser tan hirientes como una cuchillada en la espalda. La artimaña consiste en descolgar un teléfono y lanzar el anzuelo; si pica, la persona que contesta está perdida, porque no sospecha que su voz puede estar siendo escuchada por los oyentes de una emisora de radio o de televisión. Para pinchar un teléfono, la policía necesita una orden judicial; en cambio, un “periodista” sin miramientos puede pinchar dondequiera: tiene el beneplácito del público, un público que por reírse un poco no repara en lo mucho que pueden llegar a pagar las víctimas inocentes de tales chanzas.
Es lo que ha ocurrido con los “periodistas” australianos que llamaron al hospital King Edward VII de Londres suplantando a la reina Isabel II de Inglaterra y a su hijo Carlos para preguntar por el estado de Kate Middleton.
La enfermera engañada, Jacinta Saldanha, se convirtió, de la noche a la mañana (en sentido literal), en el hazmerreír de medio mundo: ¡le habían tomado el pelo y además le habían sonsacado información privilegiada! Jacintha, una mujer de 46 años, madre de dos hijos, no pudo aguantar la afrenta, la vergüenza de estar en la boca de todos.
Su suicidio fue la única forma que encontró esta enfermera para poner límites a una manera de información que no pesa las consecuencias. Se nutren de algo tan sencillo como hacer una llamada telefónica, con la que, como los televendedores, usurpan la intimidad de la gente corriente que no sospecha que al descolgar el auricular vaya a ser objeto de mofa por unos periodistas en busca de cuatro risas fáciles con que sostener la audiencia.
Siempre que llamemos a un número de teléfono hemos de tener en cuenta que detrás hay una persona. Si queremos bromear, hagámoslo como lo hacía el inmortal Gila o el humorista chileno Bigote Arrocet: usemos teléfonos sin conexión o receptores imaginarios. Se lo debemos enseñar a nuestros hijos: las bromas también tienen unos límites.