En el tema migratorio la opinión pública europea demuestra ser volátil y emocional. Hasta hace unas semanas la preocupación esencial de los gobiernos era garantizar a los ciudadanos que no se iba a bajar la guardia en el control de las fronteras. Las reglas del espacio Schengen debían ser respetadas. Preocupaba el auge de los partidos que habían hecho una bandera de la política anti-inmigración, y había que demostrar que el gobierno era firme frente a la inmigración ilegal. Se imponía distinguir claramente entre el peticionario de asilo –víctima de la persecución o del conflicto bélico–, y el emigrante económico.
De repente, en escasas semanas, el clima dominante en la opinión pública ha cambiado. Las imágenes del niño ahogado, de los inmigrantes asfixiados en un camión, de los refugiados asaltando alambradas y dispuestos a lanzarse a andar por las carreteras hacia el norte, han conmovido a la opinión pública. Ya antes había habido imágenes lacerantes de ahogados y de gente desesperada por poner un pie en Europa, pero ahora la conmoción ha provocado una movilización de la gente, y obligado a los gobiernos a abrir puertas que hasta ahora procuraban cerrar.
Un creciente número de personas en distintos países de Europa están ofreciendo su apoyo a los refugiados o se declaran dispuestas a hacerlo. Han dado dinero, alimentos, ropa, o su tiempo, para ayudar a los que están en absoluta necesidad, y sobre todo han creado un clima de opinión que ha hecho del “sin papeles” un refugiado merecedor de apoyo.
En España, municipios, comunidades autónomas, ONG y organismos de ayuda de la Iglesia se declaran dispuestos a acoger refugiados. Los partidos políticos rivalizan en declararse más solidarios que los otros, y exigen al gobierno que detalle cuántos miles está dispuesto a acoger. Cuantos más, mejor. El Ayuntamiento de Madrid, gobernado por una izquierda rápida en desenfundar el tuit y la pancarta, ha puesto en la fachada un gran cartel: “Refugees, welcome”, que hasta el momento habrá sido más visto por turistas que por refugiados sirios.
Porque la pregunta que pocos se hacen es: ¿Realmente hay muchos refugiados dispuestos a venir a España? Lo que hemos visto hasta el momento es que los refugiados que entraron por el sur de Europa solo quieren ir hacia el norte, hacia esa nueva tierra de promisión que para ellos es Alemania. Si se intenta detenerlos antes en otro país, se rebelan y huyen. Motivos no les faltan, pues saben que en un país rico como Alemania los refugiados encuentran ayudas mucho más generosas que en otros, desde alojamiento a una asignación de al menos 352 euros al mes per capita.
No es extraño que en 2014 Alemania tuviera 202.000 peticiones de asilo, cifra que este año se podría multiplicar por cuatro. En comparación, España tuvo 5.600. Y no pocos de los que obtienen asilo en España lo que hacen es continuar el viaje hacia el norte. La Comisión Europea quiere un reparto equitativo de los refugiados entre los distintos países de la UE. Pero está por ver que los peticionarios de asilo se dejen repartir a gusto de otros.
España es hoy un país poco atractivo como para que quieran asentarse aquí muchos refugiados. Las ayudas son mínimas y lo que más necesita un refugiado –un empleo– es lo que más escasea hasta para los nacionales. Si pensamos más a largo plazo, no vendría mal una inyección demográfica en regiones que pierden población, desde Castilla-León a Galicia o Asturias. Pero quizá esto no entra en los planes de los refugiados.
En cualquier caso, el hecho de que la opinión pública esté dispuesta a ayudar al refugiado en vez de considerarlo una amenaza es un cambio positivo. Del temor al “efecto llamada” hemos pasado de repente a llamar al desposeído. Mientras vienen –si es que vienen– podríamos empezar por tratar mejor a los que ya están aquí y que no están en el objetivo de las cámaras.