Una familia embarca en un avión: madre, padre y una hija de quince años con un trastorno autista. Regresan a su casa tras un viaje a Disney World. Despegan. La adolescente tiene hambre y, dado su autismo, lo manifiesta de forma poco ortodoxa en un ámbito maduro y educado como se supone que ha de ser el pasaje de un avión. Atendida ya la chica, parece que todo vuelve a la normalidad, ella se pone los cascos y comienza a ver una película, pero ahora ocurre algo sorprendente: el piloto anuncia que está haciendo un aterrizaje de emergencia a causa de la conducta de uno de los pasajeros. Cuando toman tierra, dos gentes de la policía entran en la cabina, se acercan a los asientos de la joven autista y su familia e, instados por el capitán, les obligan a bajarse del avión (ver arriba).
La madre de la chica resultó ser la doctora Donna Beegle, reconocida defensora de los programas de lucha contra la pobreza, la cual explicó lo sucedido y manifestó su indignación por el trato recibido. El responsable del avión dijo que no se sentía cómodo volando con ellos y la compañía United Airlines notificó por escrito que su equipo tomó “la mejor decisión para la seguridad y comodidad de todos nuestros clientes y eligió desviar el vuelo después de que la situación se hubiera vuelto molesta”.
Si realmente sucedió lo que los protagonistas cuentan, el caso es un ejemplo más de esa intolerancia que alimentamos con nuestra propia comodidad. Ya vimos en otra ocasión cómo, según una encuesta de TripAdvisor, un tercio de los británicos estaría dispuesto a pagar más por sus vuelos sin niños a bordo (¿Nos molestan los niños?). Mientras prime la comodidad, la seguridad, la tranquilidad, será difícil aceptar a las personas tal y como son: niños, ancianos, adolescentes, enfermos, discapacitados, necesitados… Preferimos dejarlos en tierra y hacer nuestro vuelo con todas las prevenciones, para que en nuestro avión sólo embarquen pasajeros como nosotros: clientes, no personas.
Esta noticia contrasta con la del profesor sudafricano Sydney Engelberg, quien no dudó en tomar en brazos al hijo de una de sus alumnas y continuar dando la clase. El catedrático de la Universidad Hebrea de Jerusalén, anima a sus alumnas a que asistan a clase con sus hijos e incluso permite que los amamanten mientras él explica. El otro día, uno de ellos comenzó a llorar y la madre, avergonzada, se dispuso a salir fuera con su hijo, algo que no permitió el profesor Engelberg, al contrario, tomó él mismo al niño en sus brazos y prosiguió la clase.
El profesor Engelberg no sólo no hizo un parón de emergencia en su clase para que el niño disruptivo y su madre la abandonaran, y así poder proseguir con mayor “seguridad y comodidad” para el resto, sino que tomó al pequeño en brazos para que su madre pudiera tomar apuntes. Está claro que el profesor Engelberg no tiene clientes a los que satisfacer, sino personas a las que formar. Su caso nos recuerda al del papi del asiento 16c, el pasajero anónimo que supo tener con una niña autista de tres años la paciencia y comprensión que no tuvo el piloto del vuelo de la United Airlines.
Quizá faltó en los pasajeros de aquel vuelo un poco de valentía y solidaridad. Podrían haberse bajado voluntariamente del avión junto a esa familia, pero eso, en los tiempos que corren, raya el heroísmo y no estamos para tanto, como mucho para registrarlo en nuestro móvil, como hicieron algunos.